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Croniquilla. Los traspiés del Capitán General.

Fueron 130 cargos que el juez Pedro de Castro Valenzuela le hizo a Francisco Martínez Rivomontán Santander, Gobernador y Capitán General de la Provincia de Santa Marta, quien había trasladado su gobierno a la ciudad de los Santos Reyes de Upar en el año de 1619. Allí nació su primogénito, Luis Ignacio Santander, bautizado en el convento de Santo Domingo.

Fue un gobernante exitoso. Había doblegado la insurrección de Brazo Seco el cacique de las estepas guayú, y la de los tupes y chimilas, sus aliados, mandados por Perigallo, el señor de los planos selváticos de Euparí. También los negros cimarrones que refugiados en ciénagas y montañas asaltaban los caminos, después de una misa campal que celebró el cura Baturrieta, entregaron armas en Tamalameque. Intrigó además para que se autorizara la esclavitud de los varones tupes mayores de 24 años “por su disposición a las crueldades, revueltas y causa de quebraderos de cabeza”. El suelo de su vasta jurisdicción estaba en paz. Ahora enfrentaba la justicia. El cargo mayor era que se había apropiado de 78 libras aragonesas de oro del Rey que Sebastián de Valdeomar, cobrador quintero de impuestos reales, en los umbrales de la muerte depositó a su custodia cuando lo trajeron en hamaca desde el Paso del Adelantado donde marcaba mil reses con el hierro del soberano, que en donación habían hecho unos marqueses de Mompox. También se le acusaba de la venta de indios poniéndoles cadenas de esclavos, y de quedarse con sumas de oro que le produjo un contrabando de negros que trajo Melchor Home, preso en Sevilla por el cargamento sin licencia de africanos a estos territorios.

En Santos Reyes de Upar se había dedicado a labores de minas. Sus esclavos trituraban rocas con pecas verdes que traían en carretas de los socavones de Perijá y en hornos derretían el metal. También trajo calizas de la Nevada, carbón de piedra de Tucuy, yeso de Castillete, muestras de una supuesta mina de plata por Chiriguaná y de oro de Tucurinca. Pero ahora acusado de robo, para hurtarle el cuerpo a la celda una noche vistió la sotana parda de un novicio y se refugió en el convento de los franciscanos. El Juez, sin miramientos, lo hizo sacar a la fuerza y casi desnudo fue arrastrado por el empedrado de la calle hasta la cárcel del Cabildo. Dos meses más tarde vestido con su mejor vellorí para lucirlo con dignidad, escuchó la sentencia que lo destituía y le mandaba pagar mil ducados y noventa mil maravedíes, la subasta de sus bienes y el destierro a la colonia de Honduras.

Muchos años más tarde, de ese Santander con descendencia vallenata, mandatario de escapulario y látigo que vivió del sudor de los indios, de las desgracias desamparadas de los negros y de los hurtos de los dineros de su rey, saldría un vástago de quinta generación, el general Francisco de Paula Santander, que rendiría culto con su sable a la libertad de América y le daría fisonomía legal a la República.

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Rodolfo Ortega Montero: