Un tirón a las bridas de cuatro caballos detuvo la berlina frente a una hostería de Burdeos. De ahí descendió Exequiel Rojas, jurisconsulto, quien se aprestaba a tomar un barco que salía de allí rumbo a la Cayena francesa, con escala en Santa Marta, puerto granadino. Una carta había llegado a su residencia de Paris en la cual le daban la noticia que el general Bolívar había renunciado a la Presidencia y emprendido viaje de Bogotá a un puerto Caribe para seguir a Londres en donde se esperaba que la farmacopea inglesa, con esencia de guayacolato y menta arábiga, curara la tuberculosis que padecía.
Don Exequiel alquiló camarote y tres meses después llegó a la playa samaria. El empleado de la Aduana le dio la información que allí estaba moribundo el general Bolívar. Sintió un frio en sus vértebras con la mala noticia. Había regresado para que el nuevo gobierno granadino examinara la causa de su destierro porque dos años antes un tribunal militar, presidido por el general Urdaneta, lo condenó a la expulsión del país por ser uno de los conspiradores que asaltaron el palacio de San Carlos para dar muerte al moribundo de ahora, aquella noche de septiembre.
Aturdido por la mala nueva, Exequiel Rojas no reclamó valijas y se fue a la casa del obispo, monseñor Esteves, para pedir asilo. Había hecho navegación en un velero con la fe de que una nueva justicia reparara su condición de proscrito, pero que por burla del destino, él un septembrino, llegaba a la boca del horno en los momentos en que la víctima de aquel atentado estaba en sus últimos días, según decían.
Un rubor de indignación encendió la cara a José María Esteves, obispo de Santa Marta. Le dieron aviso cuando estaba sentado a la mesa a la hora de la cena en la que le servían siempre de su chocolatera de terracota la infusión de cacao y leche que tomaba con panecillos tostados. De un tirón se quitó la servilleta del antepecho que le cubría el crucifijo de oro con incrustaciones de esmeraldas. Se acercó al ventanal, alzó la cortina y vio el cerco de soldados en las calles con disposición de hacer disparos. La cara le ardía como si soportara compresas de vino agrio, pero fray Jerónimo de Bueso, su amanuense de todas las horas, le asistía siguiendo sus pasos y llevando en las manos una vinajera con cloruro de amoniaco que le daba en inhalación para asentarle el temblorcillo de los párpados cuando el prelado tenía algún disgusto.
Ahora en plena crisis de su mal temperamento, con voz trémula de emoción, mandó buscar a Domingo Fernández, cura de Mamatoco, quien allí estaba encargado de la enseñanza de un catecismo para indios. Cuando compareció ante él, ya la voz de Monseñor era con acostumbrado reposo. Entonces lo instó para que a San Pedro Alejandrino fuera a dar los viáticos al General, que allí postrado estaba en los apremios de la muerte.
Monseñor Esteves opuso toda la vehemencia de la sagrada autoridad de su mitra en la protesta, pero no pudo evitar que don Exequiel Rojas, doctor en leyes y jurisprudencia, su discípulo de antes cuando fue Rector de los claustros de San Bartolomé de aquella ciudad gris de la cordillera, acosada de nostalgias y vientos de páramos, se entregara a la tropa que desde el día anterior había sitiado su sede episcopal.
Por falta de miramiento y respeto a su alta investidura eclesiástica con ese asedio inamistoso de la tropa, se formó el propósito de no asistir al sepelio de Simón Bolívar, si éste perdía su peor batalla por ganar la vida.
El día del entierro del Libertador encabezaban el desfile los caballos de él con caparazones negros, detrás un sargento y dos coroneles con espadas desnudas, una compañía del batallón Pichincha y después el cabildo eclesiástico presidía el ataúd seguido de la banda de música del francés Francisco Sieyes con una marcha fúnebre compuesta aprisa para la ocasión. José María Esteves y Ruíz de Cote, obispo de la Iglesia Catedral de Santa Marta, no se presentó a presidir las exequias del Padre de la Patria.