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Croniquilla. La última pena de muerte en Colombia

La voz alta del pregón se oía por la calle central del poblado que llevaba al cementerio, en cuyo costado había un palosanto donde se erguía amenazante el patíbulo.

Decía la voz alta: “Manuel Saturio Valencia Mena ha sido condenado a muerte por el delito de incendio. Si alguno pidiere clemencia o tratare de impedir la ejecución, será castigado por la ley”.

Tres de la tarde, 7 de marzo de 1907. Quibdó se paralizó angustiado porque comenzaba la tétrica función de un ajusticiamiento. La negredumbre, apretujada y sudorosa en los bordes de la calle, rememoraba algunos pasajes de la vida de él como las golpizas de su padre cuando era niño, sus peripecias guerreristas en la última contienda civil, su jefatura de los de abajo contra los de arriba, y la gran pasión amorosa que le tuvo a Felipa Hurtado sin saber que era su hermana.

Había escrito en una carta de despedida la víspera de su ejecución en el desvelo de su insomnio de condenado a morir pronto: “Desde que tuve uso de razón comprendí que la fatalidad me perseguía”.

Ese abogado chocoano sería la última víctima de la pena de muerte en Colombia.

Un séquito apesadumbrado y precedido por un fraile que entonaba cantos litúrgicos en latín y un acolito que llevaba una cruz alta de metal, escoltaban al reo, descalzo, amarrado de manos y con la ropa estrujada.

Había nacido en un barrio de malvivir allí, cuarenta años atrás, en 1867, tiempos aquellos en que aún latía el recuerdo de la esclavitud. El pueblo era una provincia minera del Cauca y las casas de los pudientes blancos estaban alineadas en una calle, vedada para el tránsito de gente de color. Ese núcleo de enriquecidos controlaba el oro y el platino, y por el rio Atrato mandaban vapores rumbo al Darién y hacia el Caribe cargados de maderas finas, caucho, quina y tegua. Los devolvían con mercancías para reventa a otros lugares y para uso de ellos mismos.

Cuando niño Manuel Saturio cantó en el coro parroquial. Aprendió latín y francés que le enseñaron los capuchinos, y como estudiante destacado los mismos curas le abrieron el camino de los estudios mayores. Fue el primer joven de color que ingresaba a los claustros de la Universidad del Cauca en su Escuela de Leyes.

Después se alineó en el conservatismo; en la contienda de los Mil Días alcanzó a ser capitán entre las tropas gobiernistas. Cuando llegaron los tiempos de paz fue abogado de pobres, personero municipal y juez penal del distrito. Aseguran quienes lo trataron que era elocuente, bien presentado y excelente bailador. Un día cualquiera simpatizó con Deyanira Castro, una joven blanca, hija de un caudillo liberal del pueblo, de cuya relación salió embarazada. Entonces la familia ofendida tramó una venganza.

Había que buscar la manera de embriagarlo totalmente y quitarle algunas pertenencias para hacerlas aparecer en las cenizas de un incendio que planearían para inculparlo como incendiario, cuya pena era la muerte. Una madrugada ardieron tres casas de madera y techo pajizo. Entre las pavesas del incendio se encontró el cinturón de Manuel Saturio y su billetera con cuatro pesos.

El juicio fue breve, medió apenas ocho días entre la quemazón de las casas y la ejecución de la condena, en una eficacia y celeridad nunca vista en los estrados judiciales del país.

Resultaron inútiles los lamentos de las mujeres blancas y negras por igual, pidiendo el perdón. También fue en vano el indulto que estrenando telégrafo solicitaron los abogados de la defensa al presidente de la República, Rafael Reyes.

Algunos piensan que Manuel Saturio Valencia fue víctima de la lucha social. Sin embargo yo creo que a este chocoano, como al costeño y general José Prudencio Padilla, lo llevó al cadalso una venganza por faldas.

El pelotón de fusileros disparó al pecho de un inocente en las riberas del rio Atrato ese 7 de mayo. Eran las cuatro y treinta cuando terminó el drama. El estruendo de la descarga le dio un sacudón al corazón de cada uno de los de esa multitud silenciosa y sobrecogida de espanto. Fue la última pena de muerte en Colombia.

Por Rodolfo Ortega Montero

 

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