Simón Bolívar se distinguió como un literato terso y lúcido, aunque no se atuvo a cánones y preceptivas literarias, sus arengas, escritos, ensayos y sus cartas son de una pulida belleza. Su correspondencia epistolar, su última proclama en San Pedro Alejandrino, su Delirio sobre el Chimborazo, la Carta de Jamaica, hacen pensar que tenía una exquisita cultura. Unamuno decía que los escritos de Bolívar rezumaban poesía. Balzac escribió que el poema épico que conquistó con la espada lo hubiere conquistado con la pluma si el tiempo y el espacio le hubiere alcanzado; Rodó afirmó que su acción política equivale tanto como a su acción literaria. Aunque no fue poeta, tenía el don de hacer una rápida cuarteta según el momento. Estando en Cúcuta para 1820, recibió una carta de un capitán de apellido Marcial en que le pedía ayuda, pues próximo a ser padre, no disponía de dinero. Decía Marcial: “Sé muy bien que la Caja Militar no tiene dinero, pero vuestra brigada es rica y con una simple orden de Vuestra Excelencia yo puedo vender cinco mulas y favorecerme”. Para dar más razones el suplicante añadía que consintiese su petición para memoria de su madre y que en adelante lo tendría como un padre por haberlo socorrido en aquella necesidad. Leída la carta, el Libertador estampó sobre el mismo papel de su puño y letra: “Tantas razones son nulas / para el que no tiene madre / y no ha sido nunca padre / pero venda cinco mulas”.
Dueño de una de las fortunas más sólidas de Venezuela, don Simón era de la alta clase de los “mantuanos” caraqueños, lo que le permitió tener maestros, preceptores y después desenvolverse en los distinguidos salones de Europa en el mundo de los besamanos y gentilezas. He aquí su última galantería:
“Manuel era el nombre de un bergantín de don Joaquín Mier, acomodado español que tenía casa de habitación en Santa Marta. El primero de diciembre de 1830, entró a tal puerto por Punta Betín aquella embarcación que había soltado amarras en Sabanilla. Una goleta de Estados Unidos de nombre “Grampus” le hizo escolta de cortesía. Con la claridad muriente de la tarde, el Libertador desembarcó del primer navío con un séquito de generales y servidores. En tierra una silla de andas levantada por criados lo condujo, porque no tenía vigor, a la Casa de la Aduana, espaciosa y balconada, que sirvió para alojamiento de todos. El día seis el general Simón asintió su mudanza a San Pedro Alejandrino, una hacienda de campo abierto por la gentil insistencia de su dueño, el señor de Mier, donde los soplos de aire montañero que para esa época de verano vienen raudos de la Sierra Nevada, podían ser más saludables a los estropeados pulmones del héroe.
Don Joaquín, exquisito en las maneras de un encopetado mundo social, en persona pasó a recoger al General a la Casa de la Aduana para llevarlo en el mismo coche a San Pedro. No le era fácil disimular alguna apariencia turbada cuando dialogaba con aquel militar de suave trato que había decretado la guerra a muerte a sus compatriotas españoles y un gran pedazo de América le había arrebatado a su patria. Dedujo que era cierto lo que de él se comentaba: que manejaba las sutilezas cortesanas como el sable guerrero, que era fino en los salones sociales y áspero en los cuarteles, guerrero y civilista, y que le iba bien tanto la casaca guerrera como la levita del letrado.
Ya con él en el coche, don Joaquín dispuso que el postillón que lo conducía, enrumbara a su casa para decir adiós a su esposa, doña Isabel Rovira, quien a la espera estaba sentada en el alféizar de la ventana. Sin contenerse ella le dijo en francés: “Detente un momento y tráenos al Libertador”.
“Imposible – repuso don Joaquín – ¿no ves su estado? No puede dar un paso”.
El General atento al diálogo, se interpuso para decir en castellano lo que fuera su última galantería: “Señora, aun me queda aliento para besar la mano a usted”.
Luego el carruaje partió a San Pedro con los gemidos de sus ejes secos.