Es media noche de un mes del año 1362. Rachas de viento helado descienden de la Sierra Morena y por eso, Martín Fernández Cerón, Alcalde Mayor de Sevilla no saldría con sus alguaciles de capa negra en busca de malandrines por las calles de allí. No hay candiles en las ventanas moriscas y sólo los maullidos de los gatos vagabundos entorpecen el silencio cuando pasean sus patas de esponjas por los lomos de las casas escamadas con tejas de arcilla. Es una noche retinta en negro en la cual ni las ánimas del purgatorio osarían vagar en esas callejuelas de desamparo. Solo de una casa sale de una ventana ojival el triángulo de una luz. Allí una anciana que estaba en vigilia de penitencia en honor de San Custodio, patrono de las parturientas, daba lumbre a su imagen de yeso. De pronto se oye un choque de espadas en la esquina de la calle y una voz agónica que exclama:
-¡Dios me valga, muerto soy!
Aquella vieja se asomó por la ventana, y pudo distinguir el cuerpo de un hombre bañado en sangre, caído sobre el empedrado y a su lado estaba el asesino que permanecía con una espada roja en su mano. Arrepentida se retiró de la ventana y el candil que sostenía en la mano se le cayó a la calle. Luego sintió los pasos que se alejaban, entonces supo quién era el asesino.
Pasaba una temporada allí, en un alcázar moro que mandó reconstruir, don Pedro I de Castilla, Pedro el Justiciero para sus aduladores y Pedro el Cruel para sus infamadores. El crimen había levantado feos comentarios que llegaron a oídos del monarca, quien molesto mandó a llamar al Alcalde Mayor. Éste, con voz trémula, dijo:
“Señor mío, estamos sin información. Hemos encontrado un candil pegado al muro donde hubo aquella muerte, bajo la ventana de una anciana que reconoce ser suyo pero que no sabe nada más”.
“Traedla aquí.”- dijo el rey castellano.
En una carreta la trajeron, pero hubo voces de descontento en la Villa, pues no era posible, que una indefensa mujer hubiere hecho tal cosa. Además, ella era la partera del lugar y muchos habían nacido por su habilidad. Por eso la llamaban “madre Raymunda”.
La débil mujer se estremecía de miedo cuando la arrodillaron a los pies del monarca. “¿Conocéis este candil?”- preguntó el Alcalde Mayor. “Sí, ya he dicho que es mío”- respondió ella.
“¿Y no habéis conocido a la persona que dio muerte al caballero?” “No, no he visto”- balbució la anciana.
Afuera del alcázar mucha gente reunida gritaba protestas a favor de la anciana. El rey dubitativo se pasaba la mano por la barbilla sin dar opinión. Debía obrar con cordura porque su hermano bastardo, Enrique de Trastámara, reunía a muchos nobles en rebeldía en los campos de Navarra, para arrebatarle el trono.
Ya el verdugo se aprestaba a descargar un perrero en la espalda de la anciana, cuando el rey lo impidió. Entonces dijo: “Por última vez, decid a vuestro rey quien es el matador. Mi justicia es igual para todos.” Entonces la anciana, haciendo un esfuerzo, respondió temerosa: “El rey”.
El espanto apareció en la cara de los alguaciles, pero don Pedro, siendo el Justiciero por esta vez dijo: “Habéis hablado con verdad. Mi justicia os ampara”. Hizo traer una escarcela rebosada con onzas de oro, se la entregó a la anciana y la dejó libre, con lo cual se silenció la protesta. Después añadió: “Como nadie puede matar al rey, mando que en esfinge se le corte la cabeza en la esquina donde dio aquella muerte”.
Por años estuvo la cabeza de yeso del rey clavada en el sitio de su crimen. Se supo que Raymunda lo identificó por la afincadura de un pie al caminar. En cuanto al caballero muerto se averiguó que Enrique de Trastámara, su hermano enemigo, advertido por espías de las visitas ocultas del Rey a una novicia de la alta nobleza recluida en un convento vecino, mandó a ese espadachín para que lo matara en la penumbra de una calleja sevillana, para así usurparle el trono de Castilla.