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Croniquilla. La Guerra de Los Conventos

La culpa de aquella revuelta fue de una vieja ley de 1821, suspendida y en vigor de nuevo en 1839, a petición de los obispos de Santa Marta y Popayán. Ella mandaba cerrar los conventos llamados menores, cuando albergaran a menos de ocho monjes, para destinarlos a escuelas públicas. Eso hizo que se suprimieran los conventos de La Merced, San Francisco, Santo Domingo y San Agustín en Pasto. El clero granadino y los fieles católicos pasaron en silencio y la Santa Sede, sin aprobar todo aquello, le prestó voluntad a la obediencia. El gobernador Chavez, de Pasto, daba un día un almuerzo campestre, y cuando repartían el asado se leyó la comunicación del obispo de Popayán explicando el motivo de la supresión de los conventos; algunos de los guardias presentes hicieron protesta desconociendo la autoridad. Ese día una multitud se congregó en la Catedral, y allí, subido en un púlpito, entre un pavoroso silencio, el padre Villota hizo una prédica incendiaria. Con voz gruesa de emoción pidió al pueblo que desobedeciera al Gobierno y “se opusiera a esa ley maldita hasta la muerte”. Al salir del templo, el cura montó a caballo y con el estandarte de San Francisco que llevaba con una mano en alto, como en los tiempos de Las Cruzadas, se lanzó a la calle seguido de una iracunda muchedumbre.

El padre Francisco de Villota había nacido de una notable familia pastusa. Ya consagrado como sacerdote se encerró en una ermita, donde creó un ambiente de meditaciones, apartándose del mundo. Sólo salía para visitar a los míseros de la ciudad a quienes socorría con canastos de pan, medicamentos y ropas, para lo cual invertía recursos de su herencia y donaciones de fieles. Además se azotaba en penitencia, comía pan de maíz y un puñado de habichuelas cocidas, y con su sotana raída a pedazos, cubría su cuerpo seco por las hambrunas del ayuno.
En una ocasión dijo frases condenatorias para quienes fueran a una fiesta pública que él consideraba pecaminosa.

El festejo lo hubo, pero coincidió con el violento terremoto de 1831, lo que fue tomado como castigo divino que le confirmó su fama de santo.

Ahora, jinete en un caballo, “Dios y el Rey” es su grito de guerra. Pronto las indiadas indómitas del Patía aparecen en una guerra religiosa. Los monjes de los conventos suprimidos levantan crucifijos ante una multitud descontrolada, ofreciendo vida eterna a cambio de la vida terrena si se muere por la causa de Cristo. También incitan la anexión de Pasto al Ecuador porque la curia de esa localidad dependía de la Iglesia ecuatoriana.

El nombre de Fernando VII, el torpe soberano de España fallecido siete años antes, sigue aclamado por las montoneras religiosas. Las Sociedades Católicas azuzan al padre Villota, delirante de fervor místico entre un pueblo sencillo, apasionado y rebelde.

Los caudillos de Mariquita, Pamplona, Mompós, Santa Marta, Cartagena, Riohacha y Casanare se suman al alzamiento contra el gobierno central de José Ignacio de Márquez. Estos “supremos” como se hacían llamar (y por eso esa guerra también se denomina Guerra de los Supremos), obedecían al general José María Obando quien, después de tres años de guerrear, huyó por la selva amazónica al Perú acosado por la justicia como presunto autor intelectual de la muerte del mariscal Sucre, asesinado en una emboscada en la montañas de Berruecos, años atrás.

La guerra terminó con el triunfo del Gobierno defendido por lo generales Tomás Cipriano de Mosquera y Pedro Alcántara Herrán, quedando el país en su peor ruina.

Un proceso canónico había excomulgado a Villota quien, en sus ardores de peleas santificadas, se fue a Ecuador hasta cuando pasaron los aires de revuelta. Veinte años después de estos sucesos, entregó su atormentado espíritu. A su muerte, el populacho invadió el convento para sacar hilachas de su hábito religioso y de partes de su cuerpo, hasta el punto de desaparecer una de sus orejas. La autoridad se hizo presente para evitar que fuera despedazado. Ocho días fue velado; se le dio sepultura después de unas exequias solemnes en la Catedral.

Así ocurrió esta guerra sacada de la Edad Media, que aquí se vivió con crudo delirio.

Rodolfo Ortega Montero

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