El carruaje tirado por dos mulas blancas se detuvo ante la vieja edificación de James Mackinstosh, en Londres. Un ujier ceremonioso y vestido con sacoleva condujo por los pasillos a Luis López Méndez, comisionado por el general Santander, Presidente encargado de la Gran Colombia, para convenir la compra de armas y vestuario de diez mil soldados. Ciento cincuenta mil libras de esterlina cubrirían un fusil para cada hombre, un equipo de morral, botas y dos uniformes. El gobierno de Bogotá se comprometía a pagar el flete hasta los puertos nuestros del Caribe. Pero hubo sospechas por lo exorbitante del costo y el mismo Santander lo improbó alegando que su comisionado había excedido los límites de sus instrucciones. Cuando esto ocurría, tres buques ingleses, el Tarántula, el Spey y la corbeta Lady Borringdon, estaban en nuestros puertos con el cargamento, entonces las autoridades portuarias se negaron a recibirlo.
El representante del prestamista dejó los barcos fondeados en Cartagena y subió a Bogotá a tratar el asunto con el propio Santander, quien lo despidió sin solución alguna por considerar el altísimo costo de la negociación y porque la guerra con España parecía concluida. Sin embargo, para esos días una fuerza española atacó a Puerto Cabelllo, lo que hizo que cambiara de opinión y entonces recibió el cargamento y se incautaron dos de aquellos barcos para incorporarlos a nuestras fuerzas navales, pasando a llamarse “La Constitución y el Boyacá”. Desde ese instante la deuda quedó consolidada.
En 1825 nuestro embajador en Londres se comprometió a pagar el capital más 35.000 libras de intereses, para lo cual la casa judía Goldsmith prestaría tales sumas a nuestro gobierno, pero tal casa prestamista quebró y su propietario se suicidó. En 1830 se desintegra la Gran Colombia y nuestro país, Nueva Granada, asume el 50 % de la deuda común. Se convino entonces pagar por cuotas de las rentas de la aduana, pero el señor Mackinstosh se negó a aceptar el trato. Desde entonces se le veía encorvado y viejo, lleno de papeles, rondando las oficinas del consulado de Nueva Granada en Londres, hasta que el gobierno británico intervino. En 1851, el Ministro del Tesoro, Manuel Murillo Toro, rehízo las cuentas de la deuda y prometió pagar por porcentajes de las rentas de aduana pero el Congreso granadino no aprobó esa solución. A todas estas, el gobierno inglés cursó una nota amenazadora y el Congreso alarmado aprobó una partida parcial del presupuesto, que no fue aceptada por los ingleses. Rafael Núñez, siendo Ministro de Hacienda del presidente Mallarino en 1855, trató de hacer un arreglo definitivo, pero esta vez también el Congreso se negó aprobarlo. Entonces fue cuando los británicos nos mandaron su flota de guerra.
Un día, un vigía del cerro La Popa, en Cartagena, mandó un mensaje con señales de banderas anunciando la proximidad de unos buques. Cinco navíos de guerra el Orian, el Intrepid, el Indus, el Cassack y el Basilisk fondeaban en la bahía. Un retumbo de cañón saludó a la ciudad, lo que fue correspondido desde la playa por otro cañonazo. Luego el Vicealmirante Stewart bajó a tierra y exhibió una nota conminatoria de un bombardeo inminente si no se satisfacía la deuda Mackisntosh. Cuando se supo, un pueblo enardecido de fervor patriótico pedía armas a su Gobernador y se aprestaba a la defensa de la ciudad. Pero todo cambió cuando la fiebre amarilla hizo presencia en los barcos ingleses. A diario morían muchos marinos, lo que obligó a Vicealmirante rogar un permiso al Gobernador para sepultar sus muertos en un cementerio cartagenero. Entonces los lugareños cambiaron su rencor por compasión y deponiendo su ánimo de pelea se aprestaron a ayudar y acoger a los ingleses enfermos en sus propias casas. Los oficiales británicos estaban conmovidos por eso gesto humanitario y se resistieron a cumplir la orden de bombardear a la ciudad generosa. Otro día, superada la emergencia sanitaria, el Vicealmirante Steward, bajó a dar su abrazo de despedida. Cuando levó anclas, tronaron sus cañones con salvas en señal de respetuoso adiós. Los baluartes de la ciudad contestaron igualmente mientras en la última raya del horizonte se desvanecían las velas inglesas como unas blancas alas de pelícanos.
Por Rodolfo Ortega Montero