Brazo Seco miraba con impaciencia la lejanía de la llanura marchita, montado a pelo en un potro inquieto, es espera de los guerreros de la tribu que por distintos senderos venían a caballo.
Un corto rato después vio la polvareda que levantaban las patas de la caballada cuando las asentaban en la arena amarilla de aquel paisaje mustio, de matojos espinosos y de cardones que levantaban sus muñones al cielo pidiendo siempre la misericordia de los aguaceros.
Todos los clanes guayú estaban levantados en guerra contra el dominio de los blancos. Muchas laguas al sur, en el valle de Euparí, en las llanadas de una selva de espeso ramaje, sus aliados los tupe y chimilas también estaban en abierta rebelión contra el gobierno español. Era el año de gracia de 1619. Ejercía al mando en todo el territorio de la Gobernación de Santa Marta, Francisco Martínez Rivomontán Santander (antepasado del célebre general de la Independencia).
Se decía que Brazo Seco tenía el poder de aparecer donde menos era esperado, y en la misma Riohacha se respiraba el espanto cuando aquél hacía rondas por las cercanías. Lo sentían como la encarnación del demonio por las noticias contrarias de haberlo visto en sitios diferentes al mismo día y momento, separados unos de otros por muchas leguas castellanas.
Su rencor hacia la gente blanca lo había heredado de atrás cuando un conquistador de apellido Badillo, empaló a un cacique de su tribu por los lados de Santa Ana de la Ramada (Dibulla) porque éste no consintió en que sus hombres se reventaran los pulmones buceando ostrones de madreperlas a cambio de cuchillos, cuentas de vidrio y abalorios venecianos. Un abultamiento fibroso en la nuca le había quitado la animación de la mano y después el pellejo arrugado le fue arropando el brazo que ahora colgaba como una rama muerta. Pero aun así, él en persona había dado muerte tensando el arco con los dientes y el brazo bueno, a don Pedro de Peralta, nieto del mariscal Miguel de Castellón, y a un clérigo de órdenes menores llamado Baltasar Cuello, cuando venían jinetes en burros desde un convento de misiones en Santa Ana de Coro.
Ahora Brazo Seco recibía hasta el último guerrero de los clanes que se hacían presentes a caballo cuando el sol era una pelota roja que se hundía en el confín de la explanada. Por la noche, alrededor de una fogata, confió a los otros jefes el plan de quemar a Riohacha y borrar de allí la presencia de un pueblo de blancos y negros en los dominios de la tribu, que Mareigua, su dios mayor, les había dado desde el comienzo de los tiempos, sólo a los hombres de su raza.
Pero Mabutare, jefe de unos de aquellos clanes, había ideado otra cosa. Por algunos sirvientes indios que vivían en Riohacha, supo de un capitán español que en breve llegaría mandado por el Gobernador para un desembarco de gente con armas de pólvora, en dos galeras a aquellas playas, para enfrentarlas a la terquedad de Brazo Seco. Celoso estaban Mabutare del poderío de Brazo Seco y no le fue difícil tomar la decisión de enviar con un indio ladino, de los que llaman lenguaraces porque sabían el idioma de los blancos, un mensaje al capitán Juan Díaz Carrasco. Lo demás se convino en secreto. Brazo Seco fue apresado por los suyos en la llanura de Orino mientras dormía y a media legua de allí fue entregado a un piquete de soldados españoles que esperaba a la sombra de la noche.
Después de un proceso sumario, Brazo Seco enfrentaba la muerte en un terreno en las afueras de Riohacha, a la orilla de un rio barroso que por allí entrega sus aguas al mar. En el lugar, un palo a la manera de picota sostuvo su cuerpo con amarras apretadas, y un tramojo, que retorcían, le quebraba la nuca. Su cuerpo fue hecho cuartos y cada parte fue expuesta en un camino distinto. La cabeza fue exhibida en una pica en el reborde opuesto del rio para que los indios pudieran verla, descarnada por el pico de los gallinazos.