EL NAUFRAGIO
La tormenta desgajaba su ira. El velero crujía por todas partes con claro peligro de deshacerse en pedazos. Un silbido agudo hacía el viento del huracán, que, al cortarse con las cuerdas de la arboladura de la nave desnuda de velas, metía espanto al ánimo más duro. Queriendo estar en todos los sitios del navío, el maestre, embutido en su capote gritaba órdenes a los grumetes que corrían a todas partes, agobiados por los ventarrones del diluvio que caía y por el baño de las marejadas que golpeaban los costados de la embarcación, haciéndola bambolear cuando subían en crestas cubriendo con vigor hasta los tablones del piso de cubierta, arropándolo todo en remojos de espumas furiosas.
A otra orden, los hombres tiraban al mar fardos y algunas cosas muebles de menor utilidad para alivio del peso de la fragata, en un intento por retardar el hundimiento. Amarrado al gobernalle, el timonel Pedro Fañez daba pelea por mantener la ruta de la navegación. Unas nubes plomizas que luego se tiñeron de hollín, aparecieron al terminar la tarde por el lado del nordeste. Con las primeras ventolinas, la fragata Santa Rita de Moruelos quiso salir del círculo de peligro desplegando sus velas, pero la borrasca se le vino. Por eso los grumetes habían bajado las lonas de los mástiles para evitar que las rachas de viento se ensenaran allí, causando el naufragio. El piloto, Pedro Fañez o Lunareto como era su apodo por una moneda negra que como lunar tenía en una mejilla, no recordaba nada parecido, ni en sus tiempos de mocedad cuando estuvo atrapado entre vendavales en la flota portuguesa de Fermín de Aljubarrota, contrabandeando negros que traían desde Senegal y que vendían en Las Islas Canarias, o que hacían cambio de ellos en Las Antillas por azúcar y ron. Sabía ahora que estaban en peligro de muerte y sólo la mediación divina los sacaría de ser tragados por las aguas del mar.
Según sus cálculos, el puerto de Cartagena de Indias, de donde habían zarpado ese día a la hora tercera después de la meridiana, y a donde intentaban regresar, no estaría lejos.
Era la misma deducción del capitán del navío, pues había mandado que cortaran las amarras del ancla y que con el botafuego prendieran las mechas de los cañones, haciendo disparos de salva para dar aviso a los avecindados en aquella costa que pudieran oírlos, que la nave zozobraba, y dispusieran los socorros que fueren posibles ante la inminencia de esa tremenda desgracia.
REPIQUES DE ALARMA
A tierra también llegó el huracán humillando las altas copas de los cocoteros. Las calles de Cartagena de Indias estaban vacías, semejando, más que una urbe, un monumental camposanto a oscuras. Cuando el fogonazo del relámpago restallaba, sus hileras de calles y casas fulgían en un fosforescente brillo de instante. Ante el pavor por la ira desatada en los cielos, los moradores se recogían en sus aposentos con una oración en los labios.
Don Francisco de Castro, el Gobernador, tomó refugio en su alcoba. Las aguas caerían toda la noche. Era octubre el mes de los tornados que, desde el Cuerno de África, primero como motas robustas de algodón y después como sucios vellones esquilados de corderos, se venían a Las Antillas y al Caribe con la locura de arrasarlo todo. Ya estaba, pues, el Gobernador metido entre la colcha de su cama de cedro con palio labrado y cortinillas de arandelas. Hasta el gorro y el suelto camisón de dormir vestía, cuando sintió gritos y pasos de carrera en el empedrado de la calle: ¡Que se hunde la Santa Rita! ¡Qué se hunde la Santa Rita!
De un impulso ya estaba en pie cubriendo el cuerpo a toda prisa con sus ropas. Se calzó la cabeza con un chapeo de piel de cabra y se echó el canto de la capa sobre el hombro. Al instante oyó la prisa que traía su paje de cámara, pisando fuerte las baldosas del pasillo, con un candil de aceite en la mano: ¡Señor, señor, haced merced que se hunde un barco!
Salió a la calle seguido de sus criados. Puso las riendas de su potro hacia la Punta de Icacos, de donde tomó el aviso de un vigilante de garita que tenía por oficio espiar el mar para evitar la sorpresa de piratas, quien había avistado fogonazos de cañones, de lo que supuso que era la Santa Rita de Moruelos, navío que había zarpado mar adentro la misma tarde. Entre los truenos del rugiente huracán se oía el repique enloquecido de todas las iglesias y conventos de la ciudad anunciando la alarma de un naufragio.
Cuando la tormenta se disolvió en ventolera y de ahí a soplos mansos, era media noche metida en madrugada. Algunos bongos fueron echados al mar para el salvamento. Los voluntarios llevaban leños resinosos en llamas que en el oscuro espejo de las aguas dibujaban temblequeantes tachones de luces. Un par de horas hacía desde cuando cesaron las voces roncas de los cañones del navío y por eso se tenía la sospecha creciente de la tragedia. Se insinuaba la claridad azulosa del amanecer cuando apareció a la vista de la playa una barcaza llena de gente con afanes de arribo. Algunas canoas salieron a su encuentro. Tres hombres muertos, otros desfallecidos, fueron los primeros rastros de la fragata hundida, que quedó quebrada y astillada, cuando a flote del capricho de los vientos del huracán fue empujada para toparla con peñones a ras de agua, en un atascadero de paso prohibido en los mapas de navegación, a la vista de la Isla de Carex, frente a la Punta de Icacos, a no mucha distancia de una de las dos entradas a Cartagena de Indias.
Durante las horas del día trajeron a la playa los despojos de la carga. Restos de maderos, otros aparejos livianos que a flote iban al vaivén de las olas, y los cuerpos de los ahogados. Entre ellos nunca se encontró el del bachiller Luis Prent de Bustillo, ni rastro de sus baúles, que fama era que llevaban unos pliegos para el Consejo de la Inquisición y otros para el Consejo de Indias, estos últimos con testimonios rendidos ante escribano que delataban a un conocido oidor que en Santa Fe de Bogotá adulteraba títulos de tierra, y también a un regidor de un cabildo lejano que contravenía las cédulas del rey, tomando indios presos para darlos en venta en escondidos negocios con mineros, criadores de reses, plantadores de cacao y caña de trapiche.
EL CONJURO
La tarde que precedió a la noche del naufragio, un pequeño grupo de hombres con blancas vestiduras talares que les llegaban a los talones, y que con capuchas negras se arropaban las cabezas, salía de una pestaña de monte, en fila india y los brazos levantados hacia adelante, camino de la playa, en el sitio de la Punta del Judío. Luego llegaron a la orilla del mar. Uno de ellos tomó leños que la resaca había sacado a la arena.
Otros dos recogieron agua en una olleta de barro, y uno más sacó un gato negro de una bolsa de maguey, amarrado de patas, y lo tendió sobre una colcha blanca abierta en el suelo. Un solo corte hecho con una daga larga, degolló al animal, y antes que en su cuerpo se apagara el temblor de los estertores, recogieron en un cuenco la sangre, que fue vertida en la vasija de barro con agua de mar. Luego hicieron un triángulo con tres piedras medianas, en cuyos espacios pusieron los leños.
Con un yesquero y un poco de hojarasca prendieron fuego hasta cuando se levantó una flama viva. Los presentes hicieron una ronda tomados de la mano y con giros de derecha a izquierda cantaban con palabras extrañas. Cuando la vasija comenzó a ebullir, con un cucharón largo sacaban el líquido del recipiente y lo lanzaban al aire. El mar, instantes después, se volvió gris y comenzó a agitarse.
Primero lo hizo como si fueran los coletazos de una ballena, pero luego se dejó oír un rugido largo que venía de alguna parte, y pronto se vieron unos nubarrones en el cielo que todo lo cubrieron con una manta sucia. No había caído la noche aún, cuando el huracán se vino.
LA INQUISICIÓN
Nuño de Tortosa y Ritualla era el fiscal del Santo Oficio o Inquisición. Todos los ojos de la ciudad de Cartagena de Indas, estaban puestos en él. Sus pesquisas lo condujeron a una mulata que dio testimonio del hechizo de siete brujos que tenían sus chozas por los cenagales de La Matunilla. Ella, con un enredo de palabras trasquiladas, tanto por el terror que sentía en ese caserón llamado Palacio de la Inquisición donde torturaban en sus sótanos, como por el mal manejo del idioma de los amos, decía frases delatadoras que eran copiadas con voraz afán por dos frailes escribientes.
Ponía en labios de los siete hechiceros, que un gentilhombre dueño de un cofre rebosado de monedas, les había prometido un alto pago con el fin de que con sus malas artes oficiaran un rito a Belcebú, y las aguas del mar engulleran a una embarcación para que se ahogara un bachiller que allí iría, y no apareciera su cuerpo muerto ni sus arcones de madera donde iban guardadas unas gravísimas quejas y probanzas en pliegos contra dos servidores del rey en este lado del océano.
Otra testigo de ojos también dio razón de lo que vio. Iba a bordo del navío la noche de la desdicha. Con un brazo en cabestrillo y un pie entablado por un golpe cuando saltó a un batel del barco que se hundía, dijo de unas carcajadas que se oyeron de tono altísimo que todo lo asordaron porque era más fuerte que el ruido de la tormenta, cuando la Santa Rita se quebró en pedazos estrellada con unos arrecifes de coral.
Era el tal fiscal, Nuño de Tortosa, el segundo hijo del Conde de Porcelos, Damián de Tortosa. Sabía él que mucho valía el rango de su cuna, y que, por no ser primogénito, sino segundón, no heredaba bienes de fortuna de su padre por estar ellos en régimen de mayorazgo, pero el escudo de armas de su linaje esculpido en piedra a buril desde los tiempos del rey don Pedro el Cruel, le abrían las puertas a las altas dignidades de la Iglesia. Además, él era un digno fiscal del Santo Oficio por ser caballero atildado en leyes, letras y jurisprudencias. Los teólogos de la Universidad de Salamanca y de Toledo, mucho aprecio habían dado a sus escolios sobre temas de la Santa Inquisición, cuando hizo apuntamientos de las Excertas del Concilio de Zaragoza y de las Compilaciones de Guido de Bayo, y de otros juristas y doctos en cánones de la fe.
Ahora tenía la misión divina, con su sotana monacal de dominico que cubría su cuerpo desde cuando habría entrado de cenobio en el monasterio de la Rueda de Escandón, en las secas tierras de Aragón, de combatir a los apóstatas, hechiceros, relapsos y blasfemos en estas nuevas tierras de los reinos de España.
No malograba él la ocasión para hacer insinuaciones al propio Gran Inquisidor de España en volver a castigos para delitos menores, entre ellos un cucurucho de papel que como mitra o coroza se debía poner en cabeza del acusado; la mordaza para tapar la boca de los ateos; la ropa de locos para los heréticos con desvío de raciocinio; el sambenito de tela ruin y pintarrajeada con figuras de diablos y la cruz amarilla de San Andrés sobre la camisola de quienes juraban en vano.
Para los delitos de grave ofensa a Dios recomendaba la confiscación de bienes, destierros, flagelación pública, remo en galeras, presidio perpetuo y la muerte en las llamas de la hoguera para que las lenguas de fuego hicieran ceniza purificadora la lengua de los condenados por motivo de reniegos y maldiciones.
Tal era la fibra y el temple del fiscal Nuño de Tortosa, creído en su destino mesiánico como defensor de la fe, quien se ponía al igual de aquel Juan de Mañozca que vivía en el mal recuerdo cuando años antes también fue inquisidor en Cartagena, porque nunca conoció la misericordia en sus afanes de tortura para los que caían en la desgracia de ser sus acusados, y que desde entonces los negros con su castellano mal hablado, llamaban ‘El Mañoco’, para que perpetuado el eco de sus crímenes que hizo en nombre de Dios, lo igualaran después con el demonio mismo.
Ahora, Nuño de Tortosa, el fiscal, pedía “la quema a ceniza” para los seis brujos acusados de hundir la Santa Rita, ya que uno de los siete, un tal Lucas Andreas, se había dado fin en su calabozo ahorcándose con la faja que ceñía sus pantalones. Todo estaba preparado hasta el día en que se iba a leer la sentencia. Don Nuño tomó asiento frente al banco donde dos escribientes hacían su oficio. Allí estaba el estandarte del Santo Oficio con una cruz entre ramos de olivo, una espada desnuda y en un óvalo escrito el salmo: “Exsurge Domine et judica causam tuam”, que traducido a la lengua romance castellana, es lo mismo que decir: “Levántate Señor y juzga tu causa”.
Allí estaban, también, con barba de viejos cabríos y bonetes negros, dos inquisidores, tres capellanes y un fraile escribiente, bajo un dosel sentados en sillas de alta espalda, entre almohadones y terciopelos. Esperaban que los guardianes trajeran a los hechiceros. Era la hora octava de la mañana cuando el Alguacil Mayor, con el rostro demudado, entró en aquella estancia, para decir, tras una apurada reverencia: “Señores míos, que los brujos se han hecho aire”.
Cinco meses de total encierro llevaban los hechiceros. Los tres primeros en las mazmorras de la inquisición y los otros en un torreón del Fuerte de San Matías, desde el cual, a través de un ventanuco abierto se veían franjas de mar azul, palmeras verdes y los altos campanarios de piedra de Cartagena de Indias. Día y noche pihuelas apresando los tobillos, un solo comistrajo cada media tarde y el lóbrego silencio roto pocas veces por el crujido metálico de la reja cuando un guardia de la fortaleza aquella subía a llevar la ración de agua y un guisote de mijo y maíz.
Los seis prisioneros habían hecho confesión de su hechizo cuando los azotes de los verdugos les despellejaban las espaldas y las narices botaban agua de hiel y borra, de la que les hacían tragar con un embudo en la “prueba de la jarra”. Pero Dios no se había muerto para aquellos malaventurados brujos.
Una tarde, dentro de un pan, cuando les cambiaron la ración de comida, llegó hasta ellos una escofina de acero. Fue labor de angustia hacer limallas los eslabones de las cadenas y el hierro de los barrotes de la celda. Cuando la claridad de otro amanecer inundó el calabozo de la torre, ya los acusados de magia negra se habían hecho aire.
Un torrente de luz azulosa se metía por el ojo de la claraboya del calabozo como si fuera la primera misericordia del día. De los tejados cumbreros del fuerte, con aleteos desganados, seis grandes zopilotes, con sus plumas de luto, uno tras otro, como cruces flotantes, pasaron a ras de los techos de la ciudad reposada, y por el rumbo del Caño del Ahorcado se fueron deshaciendo en el limpio aire de una mañana sin nubes.
Casa de campo Las Trinitarias, La Mina, territorio de la Sierra Nevada.
Por Rodolfo Ortega Montero.