Dos hechos despertaron atención de la sociedad colombiana durante esta convulsionada semana en materia de seguridad pública, el cruel hallazgo de los restos de Sofia Delgado, la menor secuestrada en el municipio de candelaria, Valle del Cauca, lamentablemente hallada en la últimas horas sin vida y con signos de violencia física y sexual, en atención a la investigación desplegada por las autoridades judiciales que individualizaron y capturaron al señor Brayan Campo, presunto perpetrador de estos repulsivos hechos.
El otro episodio que estremeció la opinión pública, de los tantos que generan sismos informativos en nuestra macondiana realidad, se suscitó por la muerte de Manuel Octavio Bermúdez, el monstruo de los cañaduzales, quien fue condenado en 2003 por su responsabilidad en el asesinato y violación de 21 niños en el Valle del Cauca en la década de 1990.
Este último episodio genera palpitación social, no por la muerte del referido condenado tras un ataque de las disidencias del FARC al vehiculó del INPEC que transitaba por la vía panamericana –perdónenme si sueno insensible, pero hay que ser sensatos- sino porque revive interrogantes que rotan sobre la eficacia y satisfacción de justicia a la hora de aplicar las sanciones penales a esta clase de infractores.
¿Se puede resocializar el asesino de la menor Sofia Delgado?, ¿Es la pena privativa de la libertad en centro penitenciario la consecuencia proporcional al daño causado por los autores de tan deleznables y detestables comportamientos delictivos?, ¿Existe causal neuro-biológica y/o psiquiátrica que exculpe de responsabilidad al ejecutor de estos comportamientos desviados que frenan el desarrollo integral de los menores víctimas de estos bestiales ataques?, ¿Cómo funciona la mente- si es que funciona- de estos sujetos para desatar estos espeluznantes crímenes?
Estos acontecimientos generan discusiones validas y necesarias sobre la cadena perpetua, la castración química o la prisión perpetua para depredadores de los derechos fundamentales de los menores, pero también me recordaron la obra “Criminal-mente”, de la criminóloga española Paz Velasco de la Fuente, donde la inspección de la mente resulta crucial para destapar los secretos de impiedad e inhumanidad que desencadenan esos, en términos de la autora, niveles de maldad.
De acuerdo a la RAE, la palabra “criminal” es todo lo que implica o conlleva al crimen. Ahora bien, según este mismo diccionario “mente” es el conjunto de actividades y procesos psíquicos conscientes e inconscientes, especialmente de carácter cognitivo. Así tenemos que la palabra compuesta “criminal-mente” podrá ser definida como las actividades psíquicas y cognitivas desplegadas por un sujeto que, consciente o inconscientemente, desea conjurar un crimen.
Más allá de una reacción punitiva ante estas conductas punibles que lesionan los intereses superiores de la niñez, la cual, como ya lo expresé, amerita una mesa redonda donde se discutan las diversas corrientes en busca de ese punto de equilibrio de la fuerza protectora del ius puniendi del Estado, es importante contar con el auxilio de otras ramas de la ciencia como la criminología, la sociología y todo aquel saber científico relacionados con estudio de la mente y el comportamiento humano que permitan encontrar herramientas eficaces de control social encaminadas no solo a la reprensión de estos transgresores con rasgos psicópatas, sino, quizás en lo mas importante, prevenir estas expresiones del máximo nivel de la “criminal mente”.
Ahí sí como dijo el célebre escritor portugués José Saramago: “¿Qué clase de mundo es este que puede mandar máquinas a Marte y no hace nada para detener el asesinato de un ser humano?”, ¡todo un reto que no debe quedar en la efervescencia del momento, o pausado a la espera de otro desgarrador y agravado suceso!
Por Kevin Claro