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Consuelo Araujonoguera ponía los puntos sobre las íes

Consuelo Araujonoguera, escribió en letras de oro la historia de la música vallenata. FOTO/CORTESÍA.

Definir a Consuelo Araujonoguera en pocas palabras no es nada fácil porque tenía claridad en sus conceptos, disciplina, planificación, visión, amor a lo suyo, a lo que se sumaba su aporte a la consolidación de la música vallenata.

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Precisamente Diomedes Díaz, en un saludo que le hizo en la canción ‘Mi biografía’ de la autoría de Calixto Ochoa, lo dijo a su manera: “Mi recordada Consuelo Araujonoguera, la reina del Festival”.

En algún momento el periodista Juan Gossaín y el maestro Rafael Escalona, hicieron también una definición desde sus puntos de vista conociéndola en su andar y actuar.

Para empezar, Consuelo Araujonoguera era una fuerza desatada de la naturaleza, como los huracanes y el tsunami asiático, o como los cataclismos de hielo y piedra que estremecen la montaña nevada en donde la asesinaron sus secuestradores. Alguna vez escribí – porque a uno se le va la vida diciendo siempre lo mismo – que mi comadre era explosiva y maciza. Jamás conoció el disimulo y la discreción. Como era tierna a su manera, usaba las mismas palabras rotundas para el cariño o para el encono, para sus alegrías y sus tristezas”, expresó Juan Gossaín Abdala.

Consuelo era la única mujer a la que yo le tengo miedo, pero ninguna me ha querido más que ella. Sin la intervención de Consuelo el folclor vallenato hoy en día hubiese tenido otro rumbo”, anotó Rafael Escalona Martínez.

Consuelo Araujonoguera, ‘La Pilonera Mayor’. FOTO/CORTESÍA.

NOTA EDITORIAL DE ‘LA CACICA’ HACE 33 AÑOS

“Son muchas las madrugadas que han despuntado en el horizonte vallenato y muchos son los soles que se han recostado tranquilos al atardecer sobre las faldas del cerro de Morillo, desde cuando se nos dio por el embeleco del festival.

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Era una empresa ilusoria que, en ese momento, ni siquiera quien vagamente la había diseñado, pese a sus innegables condiciones de visionario, estaba en capacidad de prever la magnitud y los alcances que más tarde iba a tener; y a ella nos sumamos con la arrolladora irresponsabilidad de la poesía y sin más respaldo que la inquebrantable fortaleza del espíritu de un romántico cronista de los sucesos pueblerinos que su talento prodigioso convertía en música y una novel periodista que sólo confiaba en la fuerza y el poder de lo que se hace con mucho amor y con buena fe.

Hoy estamos cumpliendo veinte años. Pero hay todo un río de lágrimas, de sinsabores, de malquerencias dormidas que se despertaron con el éxito, de despropósitos y de no pocas injusticias, detrás de lo que ha sido la organización y desarrollo de los festivales de la Leyenda Vallenata. Pero, más allá de todo eso y mucho más acá del éxito indiscutible con que ha sido consagrado cada uno de los certámenes, está, sin duda alguna, la fervorosa y masiva acogida que nacional e internacionalmente en todos los lugares del mundo donde se sabe y se conoce sobre nuestro festival, le han dado y le siguen dando a esta manifestación folclórica, que, además, está unánimemente considerada como la más auténtica y fiel expresión musical del país.

Aquí creamos y pusimos en marcha la defensa musical de nuestros propios valores y el sólo hecho de que después de 1968, cuando se llevó a cabo el Primer Festival, hayan surgido en toda Colombia muchos festivales más; similares, parecidos, semejantes y en la mayoría de los casos exactamente iguales en contenido y mensaje al Festival Vallenato, es -pese a quienes vanamente intentan demostrar lo contrario- la refrendación inequívoca que lo que hicimos fue un acierto y lo sigue siendo como factor de unidad étnica y de aglutinamiento espiritual. Y esta, mejor que cualquier otra de las muchas conquistas que ha logrado el festival, es la lección más hermosa y satisfactoria que se desprende de él.

Son cuatro lustros en que hemos demostrado sobradamente que la música cuando está íntimamente ligada al sentimiento y se siente como razón de ser – como ocurre en esta tierra del Valle de Upar – puede llegar a ser algo más importante que todas las razones para hacer amable la vida, porque pasa a ser la vida misma.

Algún día habrá que escribir detallada y prolijamente la historia del Festival de la Leyenda Vallenata; sus comienzos, sus expectativas, las angustias de sus partidarios y la oposición de los egoístas de siempre, el temor de los asustadizos y el coraje de quienes empeñaron el alma en esta empresa étnica, lírica, sentimental y noble que tanto nos ha ennoblecido a todos.

…Y que sirvan estas cortas frases como testimonio de reconocimiento y gratitud a los juglares, todos del vallenato; los vivos y los muertos (cantadores, acordeoneros, cajeros, guacharaqueros, verseadores, compositores) sin cuyo concurso no habría sido posible haber iniciado ese itinerario, así como también para los amigos de ayer y de hoy, los incansables y los esporádicos, los presentes y los de ausencia definitiva, que contribuyeron a consolidar estos festivales que hoy festejamos con regocijo, con emoción y con orgullo del bueno”.

‘La Cacica’ el día de su posesión como Ministra de Cultura, ante el presidente Andrés Pastrana. FOTO/CORTESÍA.

DEL BURRO AL INTERNET

‘La Cacica’ vivía adelantada y el 20 de marzo de 1997 leyó en el auditorio de Fenalco – Bogotá con motivo de la Semana Vallenata, una nota donde hizo una amplia exposición titulada: Del burro al internet.

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“La electrónica, que es la antítesis de la poesía, también es, paradójicamente, su mejor complemento.

Gracias a ella, a esa casi infinita capacidad que la ciencia puesta al servicio de la técnica ha demostrado en este siglo impredecible próximo a concluir, pudimos los de mi generación escuchar y conservar para las generaciones futuras buena parte de ese acervo del espíritu y la materia de los sueños y los desvelos de los amores y los desencantos y de la vida misma con su carga de realidades y fantasías que es el mundo único de los cantos de la música vallenata.

Sin embargo, para bien o para mal, no siempre fue así. No existió desde antes, – tal como existe la palabra hecha melodía desde el principio de los siglos – este cada vez más apabullante universo de la tecnología y la electrónica con su parafernalia de instrumentos e implementos que le permitieron al hombre de la era moderna recoger sonidos, -los buenos y los malos sonidos- y devolvérnoslos debidamente registrados en impecables grabaciones del acetato y ahora últimamente en esa maravilla que son los discos compactos.

Gracias a esos acetatos y compactos con cuyos productores en el género folclórico mantengo un viejo faracateo en defensa del purismo del vallenato, -faracateo que algún día tendremos que dirimir para bien de las partes- no se perderá para la posteridad todo ese arrume de poesía limpia, simple y sencilla que cuatro o cinco décadas atrás los cantores del vallenato fueron haciendo al ritmo de sus propios sentimientos.

Tendrán entonces nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos el privilegio de sólo hundir un botón en sus sofisticados computadores del siglo venidero en cualquier universidad del planeta, para enseñarle a un auditorio absorto y fascinado que habrá relegado al olvido a los juglares del medioevo, a los aedos de la Grecia antigua y a los cantores de la Roma imperial, el mundo sonoroso de asonancias de un lugar remoto llamado Valledupar donde hubo unos hombres elementales, que de la cotidianidad hicieron un canto y con la urdimbre de sus sueños fueron tejiendo la propia vida.

Ellos, mis hijos y los de ustedes, que serán abuelos en las próximas décadas, les contarán a sus descendientes que sí fue cierto, que sí fue verdad que existió un hombre mítico llamado Rafael Escalona, quien le construyó una casa sin cimientos sostenida en el aire por millares de ángeles diminutos a su primogénita; y que para que la segunda de sus hijas no se sintiera menos, hizo brotar para ella un manantial en lo más alto de la serranía y se las adornó con un conjunto de sirenas que tenían como misión pechicharla con sus cantos.

Y mientras van sacando de las tripas de las máquinas – que habrán sustituido en mucho a las personas -datos, fotos, voces, gestos, palabras, compases, alegrías y tristezas… les hablarán de un maestro llamado Adolfo Pacheco, quien de un trasteo a Barranquilla de su padre anciano acogotado por las penas y el desconsuelo, hizo un romance de amor filial y una alabanza certera a la vida provinciana cuando advirtió:

“A mi pueblo no lo llego a cambiar ni  por un imperio,

yo vivo mejor llevando siempre vida sencilla…”

Para rematar con este verso que es todo un apotegma:

“Parece que Dios con el dedo oculto de su misterio,

señalando viene todo el camino de la partida…”

Les contarán que fue Emiliano Zuleta Baquero, el más grande de una dinastía que comenzó a principios del siglo XX y se prolonga increíblemente mucho más allá del tiempo posible no sólo por su sempiterna fertilidad genética, sino por la persistencia de una gota fría que sigue calando y penetrando más allá de nuestras fronteras… Les dirán también a sus biznietos que en un viejo palenque enclavado en tierras cesarenses a orillas del río Guatapurí, existió un pequeño gran hombre llamado Lorenzo Morales que en noches de luna llena, abrazando su acordeón, le mandaba recados groseros a su eterno rival villanuevero cuando no se quejaba, malicioso de amor, pensando en Carmen Bracho, la formidable morena de amplias caderas a la que le reclamaba:

“Yo no muero por falta e’ remedio

yo no muero por mi enfermedá,

si me muero es por Carmen Ramona

que ella si lo tiene pero no lo dá…”

Se referirán, con un hilo de nostalgia, a Tobías Enrique Pumarejo, el aristocrático alumno vallenato de las aulas antioqueñas que mandó a la quinta porra sus estudios en Medellín porque ya no tenía pañuelos para aguantar las lágrimas y una tarde apareció en las sabanas del Diluvio sobre la estampa gallarda de un caballo alazán, compañero y alcahuete de sus citas, que murió bajo una mata de trinitaria llevándose el secreto de sus amores y amoríos…

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Extraerán, en riguroso orden cronológico, los nombres, fechas y demás perendengues del nacimiento, vida, obras y milagros de todos y cada uno de nuestros poetas y cantores; y en un catálogo impecable aparecerá el número completo de sus canciones, el ritmo justo, el compás preciso, la melodía exacta y hasta pedazos del alma y las circunstancias de modo, tiempo y lugar en que fueron hechas. Todo eso será así y cada día la perfección tecnológica lo hará más certero.

Estamos, para bien o para mal, en la era de la máquina, la informática, la cibernética. En el tiempo ineludible en que el hombre se inventó y después creyó haber encontrado la respuesta a su eterno interrogante con sólo introducir un dato en un aparato grandotote o pequeñito, todo depende de si es fabricado por los Estados Unidos, precursores del gigantismo, o si lo hacen los japoneses, maestros de la miniaturización.

Pero sea como fuere, de ese aparato saldrán, están saliendo ya, hasta los suspiros de amor de que hablará el poema y los signos y números que vueltos a procesar se convertirán en palabras para decir como respuesta lo que el hombre quiere oír.

Cuando eso ocurra, y ya está ocurriendo en muchos estadios de la vida, no habrá información producida o por producir que no sean capaces de almacenar, guardar, preservar y reproducir dichas máquinas infernales. Y obviamente, el vallenato no será una excepción”.

Como paradojas de la vida y lo escrito por Consuelo Araujonoguera, este año el 53° Festival de la Leyenda Vallenata se podrá ver de manera virtual y se ratificarán sus palabras dichas el 8 de marzo de 1969. “Con el tiempo el vallenato se tomará al mundo”

María Clara Rincón Ferrer, a quien Consuelo Araujonoguera le hizo un regalo cuando niña. FOTO/CORTESÍA.

MARÍA CLARA

Finalmente a Consuelo Araujonoguera, la mujer que le tenía miedo al mar, a los aviones, al dinero y que le gustaba el Salmo 103, en el año 1996 supo del nacimiento de una de mis hijas y entonces se la llevé hasta su casa. La cargó y lo primero que preguntó era como se iba a llamar. Se le respondió: “María Clara”.

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Enseguida respondió. “Esos son los nombres sencillos, pero dicientes que se deben poner a los hijos y no esos rebuscados. Así es, María, por la Virgen y Clara, por las aguas del río Guatapurí”.

A los pocos días ‘La Cacica’, le hizo llegar a la niña una toalla bordada con su nombre, unas huellitas y otros detalles.

María Clara, al cabo de los años supo la historia y guarda ese regalo como un gran tesoro porque vino de parte de la señora que valoró el trabajo de los juglares y de su papá el cronista de Chimichagua, a quien le regaló la frase: “Los que triunfan son personas ordinarias con una determinación extraordinaria”.

Por Juan Rincón Vanegas

Categories: Crónica
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