En un cuarto de un hospital, dos lánguidos pacientes no serían más que dos forzados confidentes del infortunio, sumisos presidiarios de la continua calma y de la valiente intriga, y asistidos por ese soplo de soledad que arrastra misterios y miedo y que muere a veces en el más recóndito lugar del mobiliario triste. En esa dependencia de caridad y lejanía, con aromas de alcohol, atrasada nostalgia y droguería, solo es apacible la espera y hasta el silencio disputa con fantasmal delirio esos agónicos lechos que mansamente acarician la morgue, y esperan la muerte.
En aquel escenario de sorda ambivalencia y quebranto, estábamos los dos. Era la habitación 501, una estancia sencilla con camas metálicas y blancas, fragantes sábanas de lástima, sus respectivas mesitas de noche, y por cuyos ventanales, como por el alma de un cirio roto, atravesaba un destello de calamidad y amarguras. A un costado, sobre la cabecera de su lecho, en ceniciento acrílico se leía el nombre de un paciente: William Restrepo Morales.
¿COSAS DEL DESTINO?
Por una increíble confabulación del destino, o por simple temeridad del azar, ambos éramos intervenidos según un mismo diagnóstico presuntivo que terminó convalidando las inéditas manifestaciones del dengue clásico, sin una debida comprobación científica. “Son dos casos atípicos”, acotaban impotentes los médicos. Pero, en todo caso, todo aquello nos parecía irrelevante.
La vida se me iba entonces en la búsqueda constante de la razón y de los artilugios semánticos en los libros que el acendrado amigo de historias y de letras, Enrique Cataño Iguarán, se complacía en llevarme los fines de semana. Por su parte, William permanecía en un estado de jubilosa expectativa, exhalando profundamente, atrapando figuritas en el aire y esbozando imágenes tan singulares e incomprensibles que no obstante yo percibía como un auténtico grito del color y la magia. Así entonces descubrí la suspicacia de un pintor alucinante, que no se detiene en la estúpida fatuidad de las cosas, sino que su espíritu trasciende la voluntad del cosmos, de lo etéreo y de lo simple, y de lo profusamente bello e inabordable.
La ronda médica que, como un níveo palomar en desorden, nos asistía periódicamente, espantaba mis idílicas percepciones. Entonces un galeno altivo, de rizos rebeldes y ojos felinos, entregaba de prisa y en cifrados diagnósticos sus inciertas valoraciones clínicas. Por la rara solemnidad con que el doctor emitía sus reportes, y ante el rastro crepuscular de su sonrisa, me asistía la idea perversa de que un sórdido oficial de funeraria escribía para nosotros el inventario final, sin revelarnos una pizca de ternura ni compasión.
EL TERROR DEL QUINTO PISO
Se creía entonces, y con sobradas razones, que aquel quinto piso era un preludio inequívoco de la mortalidad. De las piezas contiguas, noche tras noche, oíamos el desgarrador gemido de aturdidos acompañantes que veían agonizar sus parientes ante una tropa impotente, cuyas máscaras de oxígeno y dispositivos de emergencia no parecían ser más que un imbécil artificio por la dignidad de los muertos.
Sin embargo, lo que resultaba más insólito y sobrecogedor era el hecho de que la inmensa mayoría de los decesos ocurriera poco después de las doce de la noche, nefasta coincidencia que los más antiguos trabajadores de la clínica asociaban con los embrujos de Griselda, una legendaria y caritativa enfermera que hacía medio siglo y, talvez por una pena de amor, se habría lanzado una madrugada desde la azotea del edificio médico y cuya alma, según el trágico relato, penaba desde entonces. No obstante, era un fantasma benévolo, afirmaban algunos, puesto que andaba por ahí custodiando los desvalidos, suministrando medicamentos que las reales enfermeras de turno olvidaban proveer o, a veces, pulsando los botones de las furtivas alarmas para que los auxiliares dormidos en sus guaridas despabilaran ante los apremios de algún paciente.
LA CACERÍA
En una de aquellas noches de ese julio inclemente, William y yo nos propusimos cazar el espanto. Aprovechando el ligero sopor del resguardo médico, nos fuimos galopando por los pasillos, cruzamos los recodos imaginarios huyendo de nosotros mismos, de los ecos que se apagaban y volvían a encenderse, y hasta de las sombras peregrinas que nos perseguían como a inverosímiles marionetas sin rumbo y sin tiempo.
Fuimos fugitivos de los ascensores eléctricos, burlamos la infame serenidad del quirófano con sus escarabajos mecánicos y sus muertos mal contados y fuimos capaces de aventurar hasta el sótano oscuro y frío, donde una hilera de cadáveres pensativos, exasperados dentro de sus ordinarios mantos de lona, aguardaban con resignación salvaje su segunda y definitiva muerte.
Hacia la media noche, cuando regresamos a la habitación, un médico de guardia, impasible y huraño, ya habría consignado en sus informes el éxodo de dos indescifrables pacientes que, probablemente, andarían por ahí, de pieza en pieza y de rincón en rincón, tras el fantasma de Griselda.
Durante aquella noche, y en las siguientes, no pudimos obtener un sólo vestigio que nos permitiera comprobar las nostalgias del hechizo. Así, debimos inferir que los espantos no solo son irreales, sino que, además, para aquellos menesteres no habíamos sido creados. De manera que pronto prescindimos de todos los trucos de superstición que los casuales compañeros de cuarto nos habían infundido: el vaso de agua sobre la repisa, la amartelada escoba detrás de la puerta, la cruz de la sota de espadas, el lazo de San Jerónimo. Además, poco a poco y a medida que compartíamos ciertos criterios filosóficos respecto a algunas lecturas universales, quedábamos atrapados en una encrucijada de simultáneas creencias y aficiones recíprocas, hasta encontrar el verdadero punto en común que, mediante una ligazón perpetua e ineluctable, nos habría unido por un ferviente compromiso con las artes.
EL ESCRITOR
En cierta ocasión, en esa pasmosa inmovilidad del mediodía en que crujen los sueños como un pesado remanente del espíritu, procedí a contarle mis confidencias poéticas. Le hice una síntesis sobre la novela que pensaba escribir. Para la misma, como diseño de portada, ya había idealizado la esotérica deflagración de un cuadro cuya imagen—una dama antigua davinciana—se esfumase con deslumbrante pena, significando el saldo deplorable de una vida feliz. Al requerirlo, el incógnito pintor, con unos ligeros trazos a lápiz, rústicos y sin orden, pero colmados de íntimas convicciones, realizó un boceto tan emotivo como surrealista que pudo simplificar en buen término el pábilo postrer de mis memorias.
Poco a poco, fuimos augurando el futuro glorioso en que siendo yo un nobel escritor y él entonces un pintor insigne, pusiera en mis portadas su rúbrica inapelable.
En aquellas tardes desesperadas de julio, poníamos amablemente en juicio el alcance de nuestras facultades. Yo improvisaba historias inauditas, de faraones, de piratas o de amores perdidos y él, como un verdadero mago del color, discernía mis líricas pesadumbres. Era una aventura sin precedentes, protagonizada por dos lunáticos incorregibles, una saga de abrumadora fantasía y derroche artístico que solo lograba interrumpir las mozuelas sanitarias que, con sus atuendos de gaviotas mal dormidas, aparecían en fugaces intervalos con su balsámico aliento y sus convencionales recetas sin remedio.
LA UNIÓN PERFECTA
Creíamos entonces que el verbo y el color podrían explicarlo todo, lo trivial, lo profundo y lo absoluto. Pero, la triste madrugada en que nos sorprendió la muerte del ‘Viejo Pitre’, pintoresco compañero de habitación que nos narrara historias de juventud y nos animara con sus promisorias arengas de vida, comprendimos que existen pesares del alma, tan hondos e inescrutables, que ni el pintor más pródigo, ni el más versado novelista pudiera explicar jamás.
Por sus párpados cerrados, vimos juguetear esa mancha ingobernable, que algo tenía de rebelde estupor y algo de doméstica ironía. Padecimos el temblor encarnizado de sus pastoriles manos descolgando al vacío como un lirio muerto, el melancólico rubor de sus mejillas osando estúpidamente el último hálito de vida, y el rezago de su hiriente sonrisa, esperando, quizás sin saberlo, la última estocada del forense.
Al atardecer, cuando deslizamos los rotos terciopelos de la ventana y divisamos la muchedumbre impávida en torno al coche fúnebre, en el fondo de nuestra consciencia debimos meditar amargamente que, en la madrugada siguiente, poco después de las doce de la noche, mientras penara el fantasma de Griselda, el turno sería para nosotros.
EL REENCUENTRO
Hoy, veinticuatro años después, una llamada me sorprende. Al otro lado de la línea, percibo el mismo tono manso y discreto de mi amigo William Remo. Pese a la febril distancia de mis recuerdos, que son ecos de lejanía y aldaba rota, tengo la certidumbre de que envuelve su humanidad el mismo donaire y expresión bucólica de otrora y que en torno suyo levita entonces la magia invencible de sus dones.
—-¿Te acuerdas de mí? ¡Soy William, el pintor! —profirió emocionado.
—–¡Claro que sí, mi viejo amigo! — respondí gratamente conmovido, y pronto una lágrima resbaló por mis mejillas.
Fue una conversación intensa, reivindicativa, alentadora, en la que debimos idealizarnos como al través de un espejo de amargas reciprocidades. Yo evoqué al soñador lúgubre e inapetente que despreciaba el diagnóstico y la cura, a la vez que sobre fascinantes lienzos derrochaba los colores de la vida y de la muerte.
Él, seguramente debió imaginar al desmirriado y desprolijo escribidor de versos, cuyas emociones obedecían en mayor medida a los afanes de una rima que a los habituales reportes clínicos.
Finalmente, escapando un poco al viacrucis de la añoranza, pusimos en cuestión el hecho abominable de que, pese a diversas tentativas de encuentro y a la viabilidad mediática de esta época, sólo ahora, un cuarto de siglo después, se hiciera factible comunicarnos. Muchas veces, al pasar por las opulentas galerías del centro de Valledupar, y después de contemplar los majestuosos cuadros con sus tintes de expresionismo abstracto, jamás pensé que la firma chorreante del borde correspondiera al pulso del aguerrido pintor y confidente, con quien alguna vez compartí tantas ensoñaciones y penurias de enfermos, en un estrecho pabellón de la clínica Ana María.
SU ARTE
El taller de pintura de ‘Remo’, es un particular recinto que domina un ámbito propio, donde una mano invisible despierta mil cristos dormidos y el espanto de Van Gogh. Aquí, hay delirio bucólico, silencios que cantan, soledades en órbita y rotación sublime, y con eximio arrebato desgreña la espátula sus contrastes de amor y agonías. Un nimbo de luz que descuelga desde la techumbre, exhuma la nostálgica embriaguez de una rosa, los gritos del color caen como quijotescos molinos de viento y, con la mítica fuerza de sus entrañas, el corazón de Murillo despunta al óleo sus magníficas lágrimas otoñales. En medio de esa implacable vorágine de inspiración y desvelos, sólo estamos los dos y un sensible arlequín que con gran desazón interroga las perfidias del ocaso.
De nuevo, como en aquellas tenebrosas noches de clínica, nos asiste la extraña sensación de que nos persigue un fantasma triste: el del color, la magia y el verso…
POR: FERNANDO DAZA/ESPECIAL PARA EL PILÓN