A José Lozano Roballo lo extrañó la visita de su hijo, Julio Emilio, un mañana temprano, cuando, en la puerta de su casa, que estaba diagonal a la iglesia de Pedraza, le daba el último sorbo a un tinto cerrero. Pero su sorpresa, porque este no acostumbraba a hacerlo, inmediatamente tuvo respuesta: lo buscaba para contarle de sus relaciones sentimentales con Valeria de la Cruz Rodríguez Muñoz.
Después el sorprendido fue Julio. Lo fue cuando escuchó a su padre decir que se oponía a esas relaciones. Y lo estuvo más cuando comprendió que no era por su edad, tenía 17 años (ella 13) sino por la filiación política, conservadora, de las familias a las que pertenecía la novia en Piedras de Moler, de donde era oriunda. Asunto del que conocía porque frecuentaba esa población, tanto que allí vivía uno de sus muchos hijos, al que conocían con el remoquete de ‘El viejito’ Lozano.
José era político activo en Pedraza y enarbolaba las banderas del liberalismo, lo que, incluso, lo llevó a enfrentarse a palabras con su hermano Abigaíl, que como conservador ocupó en varias oportunidades el cargo de alcalde de este municipio. Un hermano de estos, Vicente, se enroló en las filas del liberalismo y combatió en la Guerra de los Mil Días, y después de esta conflagración asesinó en esta población al conservador Manuel Rincón, por razones partidistas.
Este, además de convencido de pertenecer a la clase alta de Pedraza, al ser uno de los pudientes de esta localidad, y porque, según él, corría por sus venas sangre española, por el lado materno, mantenía abierto, en su proverbial orgullo, la herida que le causó la derrota del liberalismo, años atrás, en la guerra de los Mil Días. Derrota que no le permitía olvidar dos hechos sucedidos en 1902, el nacimiento de Julio Emilio, y la terminación de la conflagración con las firmas, el liberalismo como derrotado y el conservatismo como vencedor de los tratados de Wisconsin, Neerlandia y Chinácota.
AMENAZA
‘Pepe’, seguro de poder impedir la continuidad de esas relaciones amorosas, le prohibió a Julio que regresara a Piedras de Moler. Pero lo que no sabía era que la pareja ya había decidido unirse maritalmente. Para hacerlo, la noche antes a la visita, abordaron una canoa que los llevó por la ciénaga de Zapayán y luego por el río Magdalena, para tomar una lancha, en horas de la madrugada, en Heredia, rumbo a Pedraza.
Fue su hijo quien le hizo saber que ella estaba a su lado en Pedraza y que vivirían juntos. Entonces la reacción del padre fue violenta, lanzó el pocillo sobre el suelo, se levantó del taburete, donde estaba sentado, y casi dándole la espalda le dijo que no contara con él para nada, y que, además, lo iba a desheredar. Desde entonces la imagen que quedó depositada en la mente de Julio fue verlo entrar por la puerta de la casa en la que vivía con los siete hijos que tuvo con Francia Medina. Esa fue la última vez que lo vio.
La amenaza de Lozano estaba sustentada en el hecho de ser propietario de una incipiente destiladora de ron, de un número importante de bienes rurales y ganado vacuno, así como de muchas morrocotas de oro y billetes. Este, conociendo el actuar prepotente de su progenitor, dio por hecho que lo haría; sin embargo, desestimó la amenaza respondiéndole que el amor que sentía por Valeria tenía más valor que su fortuna.
Después, cuando se dio cuenta de que su padre no volvió a la casa de Francisca Melgarejo, donde se había ubicado con su mujer, echó mano de algunas de las características de su familia paterna, el orgullo, la prepotencia, y se marchó, en compañía de Valeria, sin avisar hacia donde partía, sin decirle a su madre por cuál camino iría a tomar. Ella, Francisca, solo supo que se embarcó en una lancha del puerto de “El peñoncito”, río abajo. Pero, también, iba impulsado por un motor potente, el amor por su pareja; sentimiento al que le sería leal durante toda su vida.
La pareja se marchó para Playón de Orozco, que, aunque cercano a Pedraza, era lejos por factores como la precariedad de los medios de desplazamiento y de las vías de penetración. La escogencia del lugar no fue casual, le daba la garantía de estar alejado de su padre, de que no llegarían sus reclamos, exigencias, ni notaría su indiferencia. Julio lo hizo para demostrarle a su padre que sus amenazas no tenían ninguna importancia frente al amor que sentía por Valeria.
Distancia sentimental y geográfica que no le permitió saber, oportunamente, que su madre había muerto, tampoco que su padre jamás lo desheredó, ni las razones por las que no lo hizo: al morir no hubo bienes que repartir entre sus hederos, ni siquiera la leontina de oro, que, según su hijo Gabriel Lozano Martínez, lucía jarocho.
El fallecimiento que generó algunos derechos herenciales fue el de su madre. Hecho, que según su hija Valdiris del Amparo, llevó a su padre a pensar que su hermano Efraín se había quedado con su parte.
Sin embargo, según esta, este hecho no menguó el amor que existió entre ellos, pese a la distancia y que jamás se volvieron a ver. Julio le dio el nombre de Efraín a uno de sus hijos, mientras que Efraín, cada vez que se encontraba con su sobrina Valdiris, lloraba la ausencia de su hermano.
Al llegar a Playón de Orozco compró una pequeña vivienda, que convirtió en su refugio de amor, lo hizo con el dinero que atesoró mientras trabajaba al lado de su hermano Luis, en Piedras de Moler. Y ante la existencia de tierras baldías fue cultivador de arroz, agricultor y, además, padre de dieciséis hijos, de los que solo una, Valdiris, fue bautizada en Pedraza. Uno de ellos, Libardo, formó su hogar en esta población con Onil Mendoza.
Valeria, sin tener las mismas razones de su esposo, también se alejó de Piedras de Moler, solamente una hermana la visitaba, mientras que su madre se mudó para Coco Solo, a orillas de la ciénaga de Cerro de San Antonio, para estar más cerca de ella. Ambos se distanciaron de sus familias, de su lugar de origen, pero jamás entre ellos. Ella, pese a tener un temperamento fuerte, lo siguió, siempre lo respaldó en sus decisiones y lo amó.
Debió ser en los años sesenta cuando la pareja tomó la decisión de marcharse para Venezuela. Fue en uno de sus viajes a Colombia, y mientras estaban en Barranquilla, cuando Valdiris le propuso que fueran a Pedraza, este, con lágrimas en sus mejillas, le aseguró que jamás volvería.
En efecto, no volvió. Sesenta y ocho años después de unirse a Valeria, y dos años después de la muerte de ella, él también se marchó para el más allá. Ellos fallecieron felices, porque estaban enamorados, y con amor hasta morirse es bueno.
Por Álvaro Rojano Osorio | EL PILÓN