Un ambicioso y completo estatuto anticorrupción acaba de presentar el gobierno al país, para consideración y aprobación del Congreso de la República.
El estatuto en mención contempla mayores controles y un aumento en las penas para los corruptos, más sanciones para las faltas disciplinarias relacionadas con estos ilícitos y una mayor coordinación entre las entidades encargadas de velar por el buen uso de los recursos públicos y luchar por una administración pública transparente, eficaz y eficiente.
En efecto, todas estas normas, en principio, le brindarían el Estado más instrumentos para luchar contra la corrupción: excluye de beneficios a los acusados y condenados por corrupción, busca agilizar la justicia en estos procesos y evitar la prescripción de estos delitos, aumenta las inhabilidades de contratistas, y de los financiadores de las campañas políticas, regula actividades como el “lobby” (cabildeo) y crea una Comisión de Moralización contra la Corrupción, entre otros aspectos.
Se trata – sin lugar a dudas- de un compendio normativo interesante, que le pone dientes a la lucha contra la corrupción. En buena hora, el Presidente Juan Manuel Santos Calderón y su ministro del Interior, Germán Vargas Lleras, han propuesto este estatuto y se anunciado una política general de lucha contra este flagelo, la corrupción, que le cuesta billones de pesos al país y que genera sobrecostos para la economía, deslegitima el sistema político y contribuye a la desmoralización del país en muchos otros órdenes.
Consideramos que distintos sectores del país deben analizar con mucho cuidado esta propuesta, que contiene importantes instrumentos para iniciar esa cruzada contra la corrupción de la cual ha hablado el Presidente Santos. Por ejemplo, los gremios de la producción y en particular los ingenieros contratistas, principalmente, deben hacer sus observaciones sobre el mismo.
Se requiere que esos sectores, pero también expertos, universidades y centros especializados, le hagan una prueba ácida a muchas de las normas que ahí se proyectan, para que las mismas tengan un sentido práctico y la posibilidad real de atacar ese problema tan enraizado en el estado y en la sociedad colombiana.
Lo anterior comienza por el mismo Congreso de la República, que en el imaginario social encabeza la lista de las instituciones corruptas, de manera justa o injusta, por cuanto el problema también está en el ejecutivo, en la rama judicial, en los organismos de control, y no sólo a nivel de la nación, sino también en gobernaciones y alcaldías. Es un problema generalizado, insistimos, y en algunos círculos hasta socialmente tolerado…
Con todo respeto, dudamos que el Congreso apruebe en su totalidad ese proyecto de Estatuto Anticorrupción propuesto por el gobierno de Santos, cuando apenas lleva treinta días al frente del cargo.
No obstante, en caso de que así sea y –finalmente- resulte aprobado se requiere mucho más que normas para combatir la corrupción, se requiere una política por parte del Estado, pero también la decisión del sector privado de no propiciarla, y de la sociedad civil, de la comunidad, del ciudadano común y corriente, el valor de denunciarla y contribuir en esta lucha.
El saneamiento de la administración pública, hoy desprestigiada en su gran mayoría, contribuiría a hacerla más transparente, ayudaría a reducir costos ocultos de la economía y le devolvería legitimidad al Estado para recaudar más impuestos y combatir la elusión y la evasión, con los consiguientes beneficios en recursos fiscales para invertir en programas prioritarios en el conjunto de las tareas del Estado, principalmente en la ayuda a la población más pobre. ¿Será mucho optimismo?.