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Colombia sigue amando a Omar Geles

Hace más de cuatro meses que partió uno de los artistas vallenatos más queridos por sus seguidores: Omar Geles. La razón de esta columna es reflexionar sobre  por qué en Valledupar y Colombia se le quería y sigue queriendo tanto.  En mi opinión , es gracias a dos facetas que mostró como hombre. 

La primera es la de Omar el hombre, el hijo, hermano, padre, esposo, colega y amigo. Su amor por la vieja Hilda y por sus hermanos fue el capítulo más importante de su vida.  Siempre resaltó el esfuerzo realizado por ella para sacarlos adelante y sus luchas al lado de Juancho con su agrupación Los Diablitos.  Ella fue su adoración y la compensó no solo con bienes y comodidades, sino con canciones (“porque mi viejita ya está cansada, de trabajar pa’ mi hermano y pa’ mí…”) .  Pese a haber sido abandonado por su padre a muy temprana edad, alcanzó a eximirlo de culpa en una de sus canciones (“mi padre no ha sido malo, a pesar que un día, solo me dejó…”).  Sacó a toda su familia adelante y fue justo y bondadoso con los integrantes de su agrupación, con sus amigos, colegas y colaboradores.  

La segunda faceta es la de Omar el músico: acordeonero desde los seis años, compositor prematuro, cantante ocasional en un principio y después de oficio, hasta su muerte.  Sus inicios al lado de Miguel Morales tienen un trasfondo casi de novela.  Con juventud,  humildad y talento irrumpieron en el mundo del vallenato a mitad de los años 80s.  Grabaron, gustaron, pegaron y siguieron ahí, un pasito atrás de los grandes. Poseía un talento excepcional para componer y hacerle arreglos a sus canciones para convertirlas en éxito, ya fueran interpretadas por él mismo, por un conjunto reconocido o una agrupación reciente.  Dicen que no había un cantante emergente que le pidiera su ayuda y se fuera con las manos vacías.  Pese a ser un músico completo y exitoso, no fue egocéntrico ni se creció con la fama, actuó siempre pensando que el sol brilla para todos y a todos les daba la patadita de la suerte.   Era un personaje apasionado por lo que hacía, siempre que acompañaba a un colega en una tarima o en parranda, lo hacía con evidente emoción y con la alegría  de acompañar a otro grande. En sus composiciones hacía uso de un lenguaje sencillo y popular que conectaba fácilmente con las personas corrientes, comunicando asertivamente las vivencias que quería dejar para la posteridad. 

Hasta sus escasas discrepancias con sus colegas, como su discusión con Diomedes en la Plaza Alfonso López, tuvieron un final feliz y jocoso, gracias a su sencillez.  La última vez que lo vi en un acto público, fue cuando inauguraron su estatua de cera en la plaza del barrio 12 de Octubre; allí un periodista le preguntó cómo se sentía con su doble artificial y él, jocosamente, atinó a señalar la estatua y  dijo que ese man (la estatua) le daba miedo, porque se parecía mucho a él.  

Sería controvertido determinar qué le hizo más famoso, si su faceta como acordeonero, cantante y líder de su agrupación o como el compositor que le dio canciones a casi todos los conjuntos de renombre, al punto que algunas melodías le dieron la identidad a un grupo, como es el caso de Patricia Teherán con su canción “Tarde lo conocí”.  Su canción “Los caminos de la vida” alcanzó la universalidad en el mundo hispano, con su letra y melodía impecables. 

Los homenajes póstumos que recibió en Valledupar, Colombia, España, Italia, Chile y otros países son la evidencia del gran afecto que despertaba en sus seguidores y que fue un músico genial que trascendió fronteras para engrandecer la música vallenata.  Paz en su tumba.

Por: Azarael Carrillo Ríos

Categories: Columnista
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