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Cobrar el conocimiento

MI COLUMNA

Por Mary Daza Orozco

Un amigo me contó la siguiente anécdota: “Estaba apenas en la práctica de la medicina y sentía que tenía una responsabilidad enorme y, creo que por mi juventud de entonces, me sentía tímido cuando tenía que decirle a un paciente cuánto le costaba la consulta, de suerte que cobraba muy poco, mientras mis otros colegas cobraban unos cuarenta mil pesos, yo sólo me atrevía a pedir diez mil. Un sábado entré en una charla que dictaba un técnico en arreglos de  radios, televisores y todos los aparatos de ese ramo. Me distraje con su exposición, pero cuando mostró un pequeño fusible y habló del poder que tenía, le pregunté cuánto costaba, él me miró serio y me dijo, no más de doscientos pesos. Me sentí mal y lo increpé, le dije: usted es un estafador, porque por poner un tubito de esos luego cobra quince o veinte mil pesos. El técnico no se molestó, fue a un rincón y trajo un tablero lleno de tubitos, era el interior de unos de los aparatos que arreglaba, y me preguntó: ¿Cuál cree que sea el dañado? Le dije que no sabía. Entonces trajo otro aparatito y fue tocándolos con él, además pasaba sus dedos sobre ellos, muy concentrado, alzó la cabeza y me dijo: a veces duro tres días para dar con el daño, pero en ocasiones viene alguien, a las doce del día, con un televisor dañado y me dice lo necesito para las tres de esta tarde porque voy a ver el juego de la Selección Colombia; y ya, por la experiencia, sé cual es el daño del aparato, de manera que está listo a las tres de la tarde. Y sí, cobro lo que usted dice y más, ¿sabe por qué?, porque yo no estoy cobrando tiempo, estoy cobrando mi conocimiento. Desde ese día comencé a cobrar como los demás colegas y más, y eso me dio seguridad en mi trabajo y me llevó a  cuidar mi prestigio”.
Esta charla surgió a raíz de los comentarios que hacíamos dos amigas sobre la timidez de cobrar, decíamos que sentíamos que nuestro trabajo debía ser más valorado, por esto y por aquello y el amigo con su historia nos borró las quejas y nos dejó pensativas.
Hace años Consuelo Araujo Noguera, me pidió que la reemplazara en un programa exitoso que tenía en la radio: “La Cacica comenta”, porque ella tenía que viajar a Bogotá. Lo hice veinte días, a mi estilo, pero siempre terminaba con la frase de despedida que ella utilizaba: “Hasta mañana, si Papá Dios quiere”. Cuando regresó de su viaje, se presentó en mi casa y me dijo que había venido un día antes, que me había escuchado y que le había gustado como manejaba su espacio radial. Luego sacó un sobre blanco y me lo entregó, lo abrí y tenía unos buenos pesos, le dije alterada ¡qué cómo se le ocurría, qué éramos colegas y amigas, que ni en sueño  pensaba cobrarle!, ella en son de regaño me contestó: “Agarre el dinero y valore su trabajo, ese don Dios nos lo da para que nos defendamos en la vida”. Al despedirse me recalcó, ya con voz de amiga, no de maestra: “Oye, ni a tu familia le trabajes gratis”.
Seguí con mi timidez por cobrar, con una confianza absurda en los demás, sin recordar que hay un prestigio que se acumuló robándole horas al sueño, a las diversiones, metida en los libros, en conferencias, en fin, en la vida de estudio.
Es cierto que la situación no está para regatear un sueldo, pero tampoco para minimizar la entrega, la mística y el amor que le ha puesto a su trabajo. Cobrar bien el oficio, pero con cuidado de hacerlo bien, que el prestigio no se mida sólo por los pesos sino por la calidad de nuestra labor.

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