Por Jarol Ferreira Acosta
Andaba bien mal, cuando sonó la llamada que me propuso dirigir el club de lectura para jóvenes del Banco de La República de Valledupar. El anterior director se mudó a Cartagena y el puesto quedó vacante, así que sin preguntar acepté.
Además de que me entusiasmaba trabajar con El Banco, no estaba en condiciones de andarme meditando un empleo y mucho menos uno que se ajustara tanto como este a mis devociones más íntimas. Entre el barullo del lugar en donde me cayó la llamada busqué un rinconcito silencioso y convine la cita para formalizar el asunto.
Solo una vez había tenido la oportunidad de asistir al anterior club de lectura para jóvenes que funcionaba ahí. Recuerdo que ese día, mientras esperaba a que saliera un papel que debía firmar para que la sede de la biblioteca del Banco comprara un ejemplar de mi libro, bajé hasta el salón multifuncional donde se desarrollaba el encuentro y me senté a curiosear como un miembro más de los que regularmente se reunían a esa hora en ese lugar.
Esa tarde el director del club, uno de esos muchachos de pelo desordenado y gafas de montura gruesa, había llevado un cuento de Clarice Lispector. Inmediatamente me ofrecí como voluntario para leer la obra de la Lispector. Estaba en esas cuando el papel que esperaba salió y entonces me vi sorprendido leyendo por quien luego me propuso el trabajo; seguramente me vio tan contento leyendo ese día que cuando el gafufito renunció se le ocurrió ofrecerme el puesto.
Las reuniones del club se acordaron una vez cada quince días, los viernes, de cuatro a seis de la tarde; aunque luego se corrió de tres a cinco, para favorecer la jornada de los grupos de colegios que asisten al programa como parte de sus actividades educativas. Siempre un profesor diferente los acompaña, ya que esta actividad para el docente es más un trabajo extra que el momento de esparcimiento que se pretende con este club cuyos principales enemigos han sido los partidos de fútbol de la selección Colombia.
El primer día, por ejemplo, a pesar de la promoción que se le hizo al encuentro, no fue nadie; ni un almita para acompañar a su servidor esa tarde de viernes. Sin embargo, poco a poco han ido llegando muchachos y muchachas, algunos arrastrados hasta ese punto por las directivas de su institución educativa, otros por iniciativa propia, unidos por un común denominador: andar buscando un poco de oxigeno para sus cerebros, en medio de las propuestas culturales de este asfixiante centro urbano.