Antes de ser senadora, Claudia López hizo parte de la Séptima Papeleta, el movimiento estudiantil que entre 1989 y 1990 fue esencial para que se comenzara con el proceso que llevó a la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, que para mi juicio ha sido el suceso político más relevante de las últimas cuatro décadas en Colombia. También fue directora de Acción Comunal de Bogotá durante el primer gobierno de Peñalosa y colaboró con Semana, La Silla Vacía y El Tiempo, de este último la despidieron porque criticó la forma como el diario cubrió el tema de Agro Ingreso Seguro: no se dejó tapar la boca.
No obstante, Claudia se dio a conocer en el país, sobre todo, por su trabajo como investigadora de la Corporación Nuevo Arco Iris y la Misión de Observación Electoral, realizando denuncias sobre las votaciones atípicas que fueron punto de partida para destapar el escándalo de la parapolítica: la justicia nacional condenó a varios de los políticos que ella denunció. Hasta aquí, yo sentía por Claudia una grande admiración, su valentía me causaba, incluso, orgullo, ella se atrevía a decir (con pruebas) lo que en las regiones rumorábamos con miedo.
En el 2014, cuando decidió proponer su nombre al Senado de la República por la Alianza Verde, no dudé en votar por ella, pensaba que Colombia necesitaba con urgencia en el Congreso a una mujer de su talante. Claudia hizo una campaña moderna, fresca y vigorosa, como yo esperaba. Y, para sorpresa de muchos, ganó una curul con la mayor votación del partido.
Ahora, casi dos años después del triunfo electoral de Claudia, la admiración que ella me originaba se desvaneció. En realidad no fue algo súbito, varios hechos causaron la decepción. Por ejemplo, la senadora, en un arrebato nocivo, dijo en W Radio que el excandidato a la Alcaldía de Valledupar, Sergio Araújo, fue “testaferro” y “escribió discursos” para el jefe paramilitar alias Jorge 40, revolviendo las aguas y resucitando odios, sobre todo, en el Cesar. Luego, ante un magistrado de la Corte Suprema de Justicia, aceptó que no tenía pruebas para sustentar lo dicho.
Al senador cesarense José Alfredo Gnecco y al representante a la Cámara por La Guajira Antenor Durán, Claudia los acusó de ser la representación política de la banda criminal de alias Marquitos Figueroa y después, nuevamente, ante un magistrado de la Corte, aceptó que no tenía pruebas para demostrar lo expresado. También le pidió disculpas, ante este mismo órgano judicial, a Sigifredo López por haber insinuado a través de su Twitter que él no ostentaba la calidad de víctima en el caso del secuestro y posterior asesinato de sus compañeros diputados.
Para la vida en democracia es esencial la deliberación política, pero esta no puede basarse en el chisme, si de verdad se pretende contrarrestar el crimen. Los señalamientos sin fundamento no únicamente lesionan la honra y el buen nombre del afectado, sino que también desinforman a la sociedad, provocan un ambiente hostil y pueden victimizar a falsos inocentes, más cuando los lanza una senadora como Claudia.
La paz no solo se consigue apaciguando el plomo, sino también dejando el lenguaje de la mentira, la rabia, la mezquindad. Reconozco en Claudia una mujer con espíritu conciliador, pero ojalá comience a pensar más y deslenguarse menos, sería triste que se termine convirtiendo, para rematar, en la María Fernanda Cabal que apoya el proceso de La Habana.