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Cita a ciegas

MISCELÁNEA

Por Luis Augusto González Pimienta

Los gallinazos me parecen insufribles. Me refiero a aquellos individuos que creyéndose adorables seductores andan a la caza de mujeres en cualquier lugar u ocasión. Le coquetean hasta a una escoba con falda.

Pese a esa animadversión, en una oportunidad ejercí como gallinazo. A manera de excusa aclaro que eran tiempos en los que las comunicaciones se limitaban a los teléfonos alámbricos y que las líneas se cruzaban con frecuencia, dando lugar a diálogos entre extraños.

Sucedió que necesitaba hablar con un funcionario gubernamental y me contestó una dama con la voz más angelical que haya escuchado jamás. Fue perturbadora su fonación. Tanto, que expulsé los prejuicios que por años cultivé y me lancé a exaltar a la desconocida, comparando su timbre de voz con el canto de las sirenas, esas mitológicas figuras que embrujaban a los navegantes desviándolos de su ruta. Así estaba yo, atraído sin remedio por mi interlocutora, sin acordarme siquiera del motivo de la llamada.

Avanzados en la conversación establecí que mi querubín no trabajaba con el funcionario requerido, sino que hubo un cruce en las líneas telefónicas que inesperada y felizmente  me enrumbó al Olimpo. La llené de piropos propios y ajenos y al sentirla halagada le propuse que nos viéramos. Convinimos un lugar de encuentro al caer la tarde, dándonos mutuas señales de nuestra indumentaria para reconocernos.

Me sentía extasiado figurándome los encantos que rodearían a la mujer de tan linda voz. Bien acicalado ensayé mi mejor discurso. Quería impresionarla. Al llegar al punto de encuentro no vi a nadie con las características soñadas. Estaba por retirarme cuando apareció a mis espaldas llamándome por mi nombre. Al voltear quedé espantado: no era ni por asomo parecida a la mujer idealizada. Rechoncha, cabello grasiento, dentadura en mal estado y cutis perforado por el acné.

Como pude me recompuse e inventé una salida digna, al menos eso creí. Le dije que había concurrido sólo para darle satisfacción porque se me había presentado un inconveniente insalvable, pero que tuviera la seguridad de que una vez resuelto el problema concretaría una nueva cita. Ella no me creyó, estoy seguro. Pero con la ilusión de la promesa que le hice aceptó mis razones. Como podrán imaginar desaparecí de su vida.

Esta ingrata narración es un largo preámbulo para  precaver a los electores de lo que les puede suceder con los cantos de sirena de muchos candidatos en las elecciones de octubre. Algunos ilustres desconocidos, otros mal conocidos, todos a una, nos dejan escuchar su voz meliflua para embrujarnos y llevarnos a las urnas a votar por ellos. Después viene la decepción.

Las promesas serán las mismas de tiempos idos porque las necesidades siguen insatisfechas. Eso es axiomático. Habrá que escudriñar la hoja de vida de los candidatos para conocer sus antecedentes, para establecer qué hicieron en el pasado y cómo lo hicieron. Desgraciadamente la hoja de vida de la mayoría no está al escrutinio público. Sólo las consignas de campaña, las que preparan los asesores de imagen para remarcar una característica, aunque no sea una virtud que adorne al candidato.

Ante la imposibilidad de acertar con todos se sugiere intentar conocer mejor a los  aspirantes, para no amarrarnos ciegamente a las promesas de quien no es lo que dice ser. No escojamos a fulano o mengano porque no lo conocemos, o porque es menos malo que los demás. Obremos con conciencia y convicción.  Evitemos las citas a ciegas. Nos llevan al fracaso.

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