MISCELÁNEA
Por Luis Augusto González Pimienta
Desde el comienzo de los tiempos el hombre ha sido un lobo para el hombre, como sentenciaba Thomas Hobbes. Lastima y mata, aun lo que más quiere. Una de las razones para ello son los celos que lo descontrolan hasta hacerlo cometer estupideces.
Hace un tiempo fue noticia de alto impacto la golpiza que le propinó a su bella esposa un conocido joven barranquillero de origen guajiro, porque no soportó verla bailar con otro. Eludo nombrarlos para no seguir alimentando la morbosidad que el caso generó. Sería como abrir una herida que está cicatrizando.
Los expertos en el tema sostienen que los celos de amor (los hay de amistad, de negocios, deportivos, etc.) surgen por el temor del ser humano de verse desplazado por otro. Es, según dicen, una manifestación de desconfianza por una amenaza real o ficticia. La mente es capaz de fantasear hasta extremos insospechados y hacer de un hecho trivial como hablar por teléfono en tono bajo, o colgarlo al sentir la presencia de la pareja, un profundo problema de infidelidad. Surgen enseguida las medidas preventivas de seguimiento y vigilancia, y las represivas con demostraciones violentas como en el caso barranquillero, cuando el marido no soportó lo que consideró una afrenta.
Jacinto Benavente dejó consignada una frase que resume este temor: “El que es celoso, no es nunca celoso por lo que ve; con lo que se imagina basta”.
El hombre le teme a la infidelidad sexual porque arriesga su descendencia legítima; la mujer se preocupa por la infidelidad emocional que le produce abandono. Hombre y mujer reaccionan con furia. El hombre le agrega violencia contra su pareja y a veces contra el tercero invasor; la mujer, por lo general, se emplea a fondo para recuperar sutilmente a su pareja.
La anterior regla tiene sonadas excepciones. En el año 2007 se conoció el caso de la astronauta norteamericana Luisa Nowak que armada con una pistola y un cuchillo, viajó sin parar 1.500 kilómetros desde Houston (Texas) hasta el aeropuerto internacional de Orlando (Florida) para confrontar y lastimar a su rival, la capitana de la fuerza aérea Colleen Shipman, que tenía un amorío con el también astronauta William Oefelein, amante de la Nowak. Desde luego fue la comidilla noticiosa que destapó varias cosas, entre ellas, que la NASA no se percató o dejó pasar la relación surgida entre dos de sus navegantes espaciales en misión oficial. Pero quizá lo más importante fue la comprobación de que el amor rebasa todas las fronteras, incluso las del globo terráqueo.
Simultáneamente se dio a conocer otro caso, esta vez en Chile, cuando Irma Manquilepe, presa de los celos porque su marido piropeó en su presencia a una vecina, después de un altercado y aparente reconciliación, le mordió el pene dejándole una incapacidad que ponía en riesgo su futura actividad sexual. Se dijo entonces que la mujer se exponía a una condena de cinco años de cárcel, aunque después se perdió el rastro y no se supo si el pronóstico se cumplió. Eso sí, tuvo que acatar la prohibición de acercarse a su marido, quien a no dudarlo, sufrió un trauma inmenso en su virilidad y no quiso volver a verla.
Los expertos convienen en que los celos pueden ser saludables y constructivos, cuando se toman como una reacción de alerta ante un bajón amoroso. Actúan, entonces, como productores de energía que refuerzan la unión. Pero cuando son celos furiosos como en los tres casos citados, originan los llamados crímenes pasionales.
Un viejo refrán español decía que cuando el hombre es celoso, molesta; cuando no lo es, irrita. Los celos de suyo no son malos, lo que los hace malos es la exageración; hay quienes dicen que el extremo opuesto es peor: quien no cela no ama.