MISCELÁNEA
Por Luis Augusto González Pimienta
Desde cuando se expidió la Constitución de 1991 tanto el ciudadano común como los juristas acogieron con simpatía la creación del Consejo Superior de la Judicatura. Por fin, se decía, habría autonomía en la rama judicial. Se acabaría la mendicidad reinante hasta entonces, se contaría con un órgano de control disciplinario de abogados y jueces, se llegaría a los cargos a través de los concursos y se tendría un interlocutor directo para solucionar los graves problemas que afectaban el buen funcionamiento de la justicia.
Es verdad que los primeros magistrados cumplieron una dispendiosa labor organizativa y le dieron lustre a la naciente alta corte, con pronunciamientos juiciosos y coherentes. Sin embargo, la luna de miel duró poco. Justo el tiempo que requirió la clase política para descubrir el gran filón burocrático que se les abría y el poder de que dispondrían para ayudar a los amigos y destruir a los enemigos.
Así comenzaron a desnaturalizar un ente que tenía todas las condiciones para convertirse en organismo rector del buen proceder judicial. La clase política dominante saltó las barreras de la idoneidad y dispuso situar en los altos cargos a elementos sin experiencia judicial, llevándose de calle las justas aspiraciones de quienes habían consagrado su vida a impartir justicia. Desfilaron entonces en calidad de magistrados individuos a los que el título de doctor les quedaba grande.
Esos magistrados inexpertos tumbaron fallos de otras altas cortes, formalizando el llamado choque de trenes. También organizaron concursos de mérito y, como era de esperarse, los sesgaron para complacer a sus patrocinadores o para crear su propia fronda burocrática. Se cuenta que señalaban a dedo a los beneficiarios y también a los descabezados para favorecer a los primeros o cortarles las alas a los segundos, rechazando la inscripción o calificándolos mal en el examen o en la entrevista.
Las relaciones interpersonales de un alto magistrado con un individuo poco recomendable, fue el primer inconveniente que desató una ola de murmuraciones primero y de escándalo mediático después. Al magistrado Escobar se le cuestionó con dureza su proximidad con el señor Giorgio Sale, sin parar mientes en que no era el único que tenía esa relación tan cercana con el ciudadano italiano o con otros de la misma índole.
Una fuente de alta fidelidad (bendito Arturo Abella) comentaba que el carrusel de las pensiones es nada comparado con el cúmulo de falsedades que se ha dado en el interior de la corporación. El destape actual, que implica falsificación de actas para favorecer elecciones o designaciones nunca discutidas en sala, es apenas la punta del iceberg de todo un tinglado de marrullas. Dice la alta fuente que un buen número de magistrados de ese organismo llegaron a los cargos no solo sin experiencia sino también sin llenar los requisitos de ley, e incluso, falseando pruebas.
Es casi un hecho la desaparición del Consejo Superior de la Judicatura. De manera, pues, que ya no vale oponerse a la eliminación del ente sobre la base de pérdida de autonomía del sector, como lo están haciendo a través de un comunicado los magistrados de provincia, ante la avalancha de situaciones negativas que se han presentado en el transcurso de los veintiún años de existencia, propiciadas desde arriba.
No es necesario ser arúspice para saber lo que se viene ahora. Los servidores de calidad se reubicarán pronto. Los infecundos demandarán al Estado la indemnización de perjuicios que esta supresión les supone.