Comenzaba a ver la miniserie de Netflix, Black Earth Rising, cuando se conoció la medida de aseguramiento proferida por la Corte Suprema de Justicia, en contra del senador Álvaro Uribe Vélez. Hecho que desató en redes sociales un feroz choque, expresándose más las posturas subjetivas sobre la decisión judicial, que el raciocinio analítico y valoración de pruebas sobre las que fincó su inédita osadía el máximo tribunal del país.
En este momento tampoco me interesa hacerlo, porque intentar pontificar sobre el tema como un gran jurista, sin serlo, solo atizaría como muchos, las más detestables pasiones que encuentran en nuestra perpetua sed de venganza, la recargada munición de guerra que nos ha llevado a matarnos por décadas. Prefiero los vientos de reconcilio que apacigüen la cruel barbarie del irregular conflicto interno, con victimarios y víctimas de ambos bandos. Prefiero pasar la página y convencerme que habitamos un gran país, en el que podemos convivir todos aún en medio de nuestras diferencias o de lo contrario estaremos condenados a repetir cíclicamente la infamia, el miedo y el dolor sufrido por muchas familias, porque ya probado está que ni aun con refuerzos logísticos externos o prácticas de exterminio ilegales, ha podido haber vencedores en esta estéril guerra.
En la ‘Creciente tierra negra’ se recrea el conflicto armado de Ruanda, luego del genocidio en el que el gobierno hegemónico Hutu, entre el 7 de abril y el 15 de julio de 1994, asesinó a casi un millón de Tutsis, el 70 % de sus enemigos en 100 días. El enfrentamiento de los dos grupos étnicos se remonta a cuando eran colonia de Bélgica. Luego de intensas negociaciones, en agosto de 1993 firmaron un acuerdo de paz, el cual generó el descontento de los Hutus radicales porque reservaba espacios del gobierno para los Tutsi. El 6 de abril de 1994 fue derribado el avión donde viajaban los presidentes de Ruanda y Burundí, ambos murieron, el pueblo Tutsi fue acusado de la agresión que fue aprovechada por los Hutus fundamentalistas para tomarse el gobierno y desde allí organizar una campaña de odio muy bien diseñada desde la radio, para justificar la masacre.
Oficialmente el genocidio terminó el 18 de julio de 1994 cuando el Frente Patriótico de Ruanda-FPR (Tutsi), apoyados logísticamente desde Uganda, tomó el control de la capital Kagali, estableciéndose como cabeza del gobierno a un presidente Hutu, Pasteur Bizimungu y un vicepresidente Tutsi, Paul Kagame. Hoy no se sabe si realmente los Tutsi atacaron el avión donde iba el presidente Hutu, Juvenal Habyarimana, quien precisamente había sido el artífice del proceso de paz. Tampoco si sean realmente culpables las casi dos millones de personas llevadas a los tribunales, encargados de juzgar a los involucrados en el genocidio. En cualquier caso y tal como lo deja claro la serie, los horrores de la guerra no reclaman derechos de autor.
Volviendo a nuestra realidad, muy parecida en el contexto a la serie de Netflix, las decisiones judiciales de los últimos días han puesto de manifiesto el deformado prisma por el que, tanto derecha como izquierda miran su concepción de paz, cada quien creyendo tener la razón, olvidando el estado social de derecho al que se debe la actividad política. En el medio, todos nosotros sufriendo los embates de un bizantino conflicto que por años ha derrochado recursos, con los que hubiésemos podido reducir a límites humanos las inmemoriales necesidades básicas del pueblo. Sin distingos, los extremos transforman sus doctrinas en fantasmas para manipularnos. Hoy nuestro país es otro, no necesitamos guerreristas extremos ni utópicos radicales, tampoco una dirigencia que confunde el centro con la nada, es el momento de dejar atrás el negro y el blanco, hay tonalidades mucho más amables con el ser humano, como básica inspiración del liderazgo. Un abrazo. –