En La Guajira termina y empieza Colombia. En el extremo norte de este país adolorido que sigue arrastrando sus viejas y nuevas heridas con una persistencia que a veces abisma. La gente del desierto habitó estas tierras desde siempre. El pueblo wayuu es el más numeroso de los indígenas colombianos. Su lengua es la segunda más hablada en el país después del español. Pastores, pescadores expertos, gente de la sal, la nación wayuu, en sí misma, es un territorio que comprende tanto Colombia como a Venezuela y que deberíamos imaginar de nuevo. Las fronteras administrativas son límites relativamente nuevos en nuestra historia y han dividido lo que no tiene partes, que es la cultura.
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Por La Guajira, además, llegó el acordeón, y su comercio hacia el interior del Caribe creó, después de las guitarras que componían sones, el vallenato moderno, género que tiene su cuna en San Juan del César. En Manaure los wayuu cultivan la sal, que tendría que reconocerse como un oficio cultural. En Maicao está la mezquita más grande del país. En las rancherías del desierto hay saberes ancestrales que tienen en su haber una de las formas de organización política y territorial más eficaces de las que tengamos noticia, aunque muchos la hayan querido convertir, desde las ciudades letradas, en culturas de la violencia.
En una columna publicada en El Espectador, el antropólogo Weildler Guerra, historiador y cultor del Caribe —y de este departamento que se instaló la lógica nacional como una gran mina a cielo abierto, a través de la cual se obtienen billones de pesos de dividendos anuales—, recordó a una de las autoridades que ya es patrimonio de la nación, así como todo el sistema normativo wayuu. El palabrero wayuu, pütchipü’üi, es un mediador, pero, sobre todo, es un escucha. Entiende que la ley le concede un lugar sagrado a la palabra, un sentido de comunidad en armonía, y de la compensación: «En otras palabras, sin una idea clara de justicia, para los Wayuu no hay cultura ni sociedad que pueda ser influyente, creativa y próspera», escribe Vito Apüshana.
Los wayuu consideran en su sistema de relaciones culturales al territorio visible e invisible: Woummain. Los sueños son parte esencial del conocimiento. Sus mujeres son delicadas y expertas tejedoras y sus chinchorros y mochilas son guardianes de un lenguaje tejido que preserva una cultura que jamás ha claudicado. Ante toda esta riqueza del desierto, con una costa de 697 kilómetros, de Punta Castilletes a Palomino y un Caribe que ha sido testigo del tiempo, uno se pregunta por qué el relato nacional sometió a este territorio —en su imaginario— a ser el extramuro donde no hay ley ni posibilidades: solo hambre y rigor climático. Quizás por conveniencia, pero también por ignorancia.
A través de una inversión de 15.000 millones de pesos, este año el Ministerio de las Culturas está adelantando acciones concretas para que juntos nos convenzamos de que La Guajira es el comienzo de la esperanza: ya llegamos a 33 establecimientos educativos con el programa Sonidos para la Construcción de Paz, con una inversión de 2.500 millones de pesos: esto se traduce en formadores e instrumentos para seis mil niños, en quince municipios del departamento. Así mismo, a través de nuestra estrategia de Memorias, Saberes y Territorios Bioculturales, restauramos y dotamos la Escuela Taller de La Guajira, para fortalecer oficios tradicionales, y para crear otros, como guías culturales que conviertan al departamento en un tejido que comience en la Sierra Nevada y llegue a la Alta Guajira, a través de rutas pensadas y diseñadas desde lo comunitario con una lógica cultural que nos dé noticias de cómo, en verdad, este lugar es una potencia de la vida.
Proyectos de la sociedad civil y festivales de trece municipios, las Bibliotecas Públicas y sus planes de oralidad y lectura —que deben incluir un gran trabajo en la apropiación de la lengua y el uso de nuevas tecnologías para, por ejemplo, traducir y divulgar literatura en audio a través de redes como WhatsApp—; las comunicaciones y el apoyo a radios culturales así como el programa Sonidos de Esperanza, de Batuta, son algunas de las líneas de acción que estamos implementando en el territorio.
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No es posible que sigamos creyendo en los viejos lugares comunes que se impusieron a partir de la época de la bonanza marimbera que convirtió a este lugar en un sinónimo de venganzas familiares. El olvido estatal ha sido plausible y hoy muchos de sus habitantes reconocen la presencia del Estado. Nadie elude el escándalo de corrupción y hay, por supuesto, una responsabilidad que se ha asumido desde el Gobierno y las investigaciones están en curso. Sin embargo, ese no puede ser el dato que oculte todo el relato: la empresa privada, los medios de comunicación y el Gobierno nacional están actuando. De ello dan fe recientes campañas mediáticas y el acompañamiento del Ministerio, a través de la Dirección de Patrimonio y la oficina de Infraestructura, en la intervención del teatro Aurora, en Riohacha, que debería integrarse a la red que construye actualmente el Centro Nacional de las Artes.
Quizás ahora, cuando las voluntades existen, sea el momento de comprender cómo el Sistema Normativo Wayuu, que acaba de terminar un primer proceso formativo con 120 jóvenes con la Junta Mayor Autónoma de Pütchipü’üi para proteger esta forma de organización y enviar un mensaje a todos los colombianos: la crisis no es humanitaria sino sociocultural. El agua, la soberanía alimentaria, la economía, el trabajo, y cualquier solución, deben ser comprendidos bajo un sistema de relaciones culturales que, cuando comienza a entenderse bajo la escucha atenta, produce la tan anhelada paz. «¿Qué es la paz?, una invitación», dice el palabrero.
Por: Juan David Correa Ulloa, ministro de las Culturas, las Artes y los Saberes.