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Carlota, la mamá de los internos

“Al contrario de muchas primeras damas cuya labor social queda circunscrita únicamente al tiempo en que su marido ejerce el cargo de gobernante, luego de lo cual tanto el entusiasmo como la obra misma van perdiendo fuerzas cuando no desaparecen casi por completo, Carlota Uhia de Baute, no obstante que su periodo como esposa de un gobernador fue realmente breve, o tal vez por eso mismo, es de las pocas que aquí en el Cesar o en cualquier parte puede presentar una obra social de vastos alcances que a pesar de no ser suficientemente reconocida, viene prestando un grande servicio a gentes a quienes las circunstancias mantienen marginados de la vida en comunidad”.

Consuelo Araujo Noguera

Era sábado en el Valle del Cacique Upar, caminaba en la mañana en compañía de mi madre Elizabeth por la Calle del Cesar, de arriba abajo estábamos sobre la calle 17 donde se encuentran cinco vías que como ríos desembocan en un centro al que nombran literalmente así: Cinco Esquinas.

Me hallaba sobre la séptima en el punto de esquina donde en otrora funcionara el Almacén Franbel de Jorge Roca Reyes y su esposa Alcira Baute Lora, en un abrir y cerrar de ojos en esa esquina apareció un enorme cuadro tipo retablo que anunciaba la función estelar de una película que se presentaría ese sábado en la noche, no reparé el sitio donde sería la función pues volví a abrir y cerrar mis ojos y aquel retablo desapareció.

Emprendimos camino esta vez de abajo a arriba y a la altura de la Calle 15 nos topamos con esa casa de esquina que hoy se encuentra deshabitada a su suerte, de habitaciones que pasan en número los dedos de las manos, a la que siguiendo el trayecto de la ruta en búsqueda de la calle 14, hasta la mitad de cuadra llegan los predios de esa casa de muchos cuartos que culmina con una edificación elevada en altura más no en pisos que se asemeja a la caja de parlantes que contiene en si misma voces, llantos, risas, cantos y bailes que quedaron prendados en sus muros como ecos elocuentes que se hacen audibles en tiempo presente por ser lo que fue y no se niega a dejar de ser: un enorme teatro al que en sus mejores tiempos lo llamaron Cesar.

Cierro los ojos como si quisiese viajar en el tiempo y aparece aquella locomotora de los Buenos Tiempos, ésa que hace los viajes del retorno y su exterior es de vibrantes colores para llevarme y traerme al mismo punto, esta vez me encuentro en el mismo sábado pero del año 1979 y estoy allí frente a aquel teatro luminoso que llaman Cesar haciendo una enorme cola para entrar a verme la película “Fiebre de Sábado en la Noche”, me acompaña mi madre Elizabeth quien, a pesar de estar en sus últimos meses de embarazo, decide acompañarme a ver la película de aquel Jhon de apellido Travolta en compañía de mi padre Elfido y mi hermana Yolima.

Estos nos sujetan a ambas por las manos mientras conversan con aquel vendedor ambulante que les ofrece un LP o Long Play que contiene todas las canciones que hacen celebre esa película como si adivinase que a mis escasos años me cautivaban esa música que hacía danzar mi cuerpo y sacaban un brillo en mis ojos al ver ese bailarín de nombre Jhon dar brincos y volteretas con tal destreza que atrapaban mi atención y deseo de tener aquel tipo de disco.

Era en ese tiempo la manera de publicar y oír música grabada desde la década de 1950 hasta la de 1980, a mis padres no les quedó de otra que ceder, no sólo ante ese anhelo de tener entre mis manos ese disco de vinilo de treinta centímetros de diámetro sino también que al niño que mi madre llevara en su vientre una vez naciera lo bautizaran Jhon evocando tremenda pasión.

Por fin llegamos a la taquilla y nos atiende la esposa del dueño de aquel teatro, la llaman Carlota y apodan Tota, es una señora de cabello corto de color castaño claro, tez blanca, ojos “claroscuro”, vestía un vestido gris, se veía grande, muy grande desde esa taquilla y tal apariencia contrastaba con su trato humilde, amable, atenta, querida y con una sonrisa que iluminaba el ambiente, mi madre la saluda con cariño y con confianza la llama por su apodo “Tota, ¿cómo está tío Guillermo?” ella le responde cálida y sonriente: “Ahí está mi viejo amor, ahí está”.

Al tiempo que lo dice le despacha rápidamente los tres boletos, para invitarnos a seguir al local contiguo, allí vendían algo a tutiplén, era una novedad en esos días, era un pan con embutido que llamaban “perro caliente”, lo vendían acompañado de una gaseosa sabor a piña, cola o tamarindo marca “hipinto”, al sitio lo llamaban “El Tuffi” y era atendido por la hija de la señora “Tota” a la que apodan “La Pirula” y bautizaron María Dolores en honor a su abuela Dolores.

Esa noche la taquilla y la venta de perros y gaseosas en El Tuffy fue apoteósica, la sala estuvo a reventar, la película fue genial y mi alegría no tuvo igual, a tal punto que cuando la función terminó quise saber un poco más de esas personas que hacían posible traer a esta tierra esas películas tan lindas. Íbamos de salida ya cuando mi madre se encuentra con el dueño del Teatro que estaba recogiendo aquel cuadro o retablo que anunciaba la función, le saluda y le dice “Tío Guillermo”, le felicita por la película y se quedan conversando.

Él, muy orgulloso, le cuenta que había traído la película directamente de Barranquilla donde solía ir a programar las películas de la temporada, aprovechaba el tío abuelo emprendedor para contarle a mis padres que también había traído otras cosas que eran el furor del momento, les hablaba de unos abanicos de techo, los animaba a probar la lavadora eléctrica y otros electrodomésticos que hacían de los ambientes cotidianos toda una sensación, baja la mirada tío Guillermo y ve que mi madre tiene entre sus manos el Long Play recién comprado de Jhon Travolta a lo que agrega: “También traje unos tocadiscos donde podrás escuchar con deleite y buen sonido tu LP”.

Mientras al otro lado del Teatro, su esposa Carlota contaba y empacaba en una bolsa de cotón el producido exitoso de esa noche, una vez terminó el conteo tomó su bolsa y desciende por el costado derecho de la sala abre una puertecita diminuta que contrasta con la gran pantalla, ese hecho atrapó mi curiosidad. ¿A dónde iba a dar esa puertecita? Salí tras de ella con prisa y sin pausa, antes de que la puertecita se cerrara, “¡zuas!”, entré a ese otro lugar.

Había un lavadero que engalanaba como trofeo moderno aquella lavadora eléctrica de la que hablaba el tío Guillermo, un cuarto de alacena, una gigante cocina, un comedor de muchos puestos, estos espacios daban sus entradas y salidas a un amplio corredor lleno de mecedoras en hilera que desembocaba en un gigante patio que contenía una enramada tupida de trinitarias acompañada de muchos, muchísimos corales de colores que hacían ver ese lugar mágico, muy mágico, apacible y encantador.

Ese patio conectaba con un traspatio que hacía las veces de garaje donde se podía ver que cabrían sin mayor complique más de cinco carros de seguido, ese espacio era el que separaba el gran teatro de la casona de 12 cuartos, los cuales aproveché ese momento de tarde vespertina llevada por la curiosidad propia de los niños para descubrir lo que había en cada espacio de ese caseronón.

No tardé mucho en descubrir el carácter de Carlota, era una mujer liberal en toda la extensión de la palabra, de hecho, era gran amiga de Alfonso López Michelsen quien, además de su amigo, fuera promotor de que su esposo Guillermo terminara siendo Gerente y Gobernador. Su actitud siempre era como la de un sonajero o cascabelito que despertaba en los otros la alegría propia del alma de los niños.

Estar con ella era sinónimo de reír, reír a carcajadas que bien parecían maracas llenas de azúcar sonando al compás de un carnaval. Escucharla era como los cantos de esperanza y grandeza que opacaban cualquier pena. Mis sentidos de niña se agudizan para escuchar, sentir y ver con los ojos del alma, pude entonces escuchar entre muchos cantos uno que retumbaba en los muros, todos los muros parecían casettes entrelazados unos con otros que tenían en común aquel grabado entre las cintas de bahareque y su empaque de adobe mezclado en sus afueras con  concreto dejaban salir al exterior una especial canción que suena sin cesar y dice: “Un Viejo Amor,  No se olvida ni se deja, Que Un Viejo Amor,  De nuestra alma si se aleja, Pero nunca dice adiós”, mi piel se eriza de sentimientos y nostalgias, Carlota estaba allí pero no estaba, era claro que estaba ausente pero así mismo estaba presente porque nunca dijo Adiós.

De repente salió Carlota de una de las habitaciones que dan al pasillo del frente, por donde queda la entrada principal de la casa, por la Calle 15, era La habitación matrimonial de ella y el tío abuelo Guillermo se apreciaba al fondo una hamaca, aquella en que solía echarse su marido la siesta después de aquellos almuerzos suculentos propios de esta tierra vallenata: El sancocho poderoso mezclado con “queremes” con sus acompañantes predilectos, el arroz, la carne, la yuca, la papa y el platanito. Aquella hamaca era la misma que en la madrugada recibía a Guillermo quien bien temprano se levantaba para meditar en todo lo que serían sus actividades en ese día que avizoraba la madrugada.

¡Que energía la de Carlota! Acababa de salir de una función de teatro, organizaba la contabilidad para saber el resultado, pero a su vez y en paralela se movía de aquí y allá por toda la casona para organizar lo que sería la cena para aquellos hijos, nietos y amigos que habían almorzado, pues los que no habían llegado al medio día a hacerlo tenían en el comedor sus platos tapados a la espera de su llegada.

Salía Carlota de una habitación a otra, en una de ellas había una cantidad impresionante de sacos grandes elaborados en lona por ella misma en una máquina de coser marca Singer que se hallaba rodeada de una enorme cantidad que bien podría acercarse a los quinientos costales, eran para recoger aquella cosecha de algodón que junto a su esposo habían cosechado en aquella finca de ambos que llamaban “La Providencia”.

Sale de esa habitación y se dirige a otra, la que queda contigua a la entrada principal, ese espacio contiene dos salas dentro de las cuales se aprecia un enorme televisor a blanco y negro que para entonces era lo máximo, allí solía ver ella sus novela venezolanas con las cuales se maravillaba porque para entonces no llegaba ningún canal nacional. Carlota estaba radiante y feliz, su esposo Guillermo le había traído de Barranquilla un tocadisco que venía dentro de un mueble y ella lo colocaba extasiada en la segunda sala donde estaba aquel televisor y el piano.

Comprendí entonces el origen de esa canción impregnada en los muros, Carlota no cesaba de ponerla una y otra vez recordando aquellas épocas de conquista adolescente cuando Guillermo armado de un tiple le llevaba serenata a Manaure (Cesar) donde le cantaba una y otra vez aquella melodía que se titula “Un Viejo Amor”.

Aspecto de los talleres donde hacían labores los Internos de la Carcel de Valledupar / Foto: archivo Yarime Lobo

Ya era muy de noche y Tota no paraba de hacer y hacer, me recordaba aquella historia que habla de la Mujer Virtuosa y su máquina de coser, esa historia me develaba así mismo la creencia de Carlota, ella era Católica hasta los teques y así estuviese trasnochada entre miles de quehaceres se levantaba como relojito siempre para asistir a la misa de seis de la mañana en la Catedral, costumbre que heredara de aquellos que primero habitaron esa enorme casa, sus padres, el Español José Uhía Luna y su madre la pacifica Dolores Morón Torres.

Su padre era el equivalente al embajador de estás tierras que acogía y recibía a todos los sacerdotes, obispos y grandes representantes de la iglesia que llegaban a estas tierras unos de paso y otros a quedarse, esa forma de ser hospitalaria la adoptó Carlota y sus hermanas, quienes a pesar de no vivir con ella iban y entraban a esa casa, eran ellas Avelina, quien ya grande y a causa de la muerte de sus padres esperara a que todas sus hermanas Rosa, Trinidad, Isabel, María y Carlota estuviesen bien casadas como lo manda el sacramento, para después ella tranquila casarse e irse a vivir al frente, frente con frente colindaba la casa de las hermanas como promesa de ser unidas y nunca separarse, a lo que ambas perpetuaban tomándose cerrando la vía que las separaba cada Corpus Cristi armando en plena vía un enorme altar que exalta la creencia y la memoria de esos padres que tantos les amaron.

Era tarde ya y, en definitiva, el tren de los Buenos Tiempos no aparecía, parecía haberme dejado en la carrilera del retorno pero que igual sentía estar en tiempo presente, tenía sueño, era muy tarde ya, busqué entre las habitaciones una donde me sintiera cómoda y segura, entre todos los cuartos habían dos con abanicos de techo, el matrimonial y el de ella, la que apodaban “La Pirula” era la consentida y protegida por todos en la casa, esa habitación me enterneció pues me acogió como si me arrullara en el regazo de una madre, allí me quedé profunda después de la fiebre de emociones vividas ese día de sábado en la noche.

No me percaté cuando tío Guillermo bien temprano se pasara a su hamaca a meditar, tampoco sentí cuando salió Carlota para ir a orar a la Catedral, dormía placida y tranquilamente como si me hallará en mi propia casa hasta que llegó una romería de gente que sin importar que la Tota no estuviera presente entraban como Pedro por su casa y se sentaban debajo de los trinitarios a esperarla, de La Paz (Cesar) era permanente la llegada de Hernando Morón, de Villanueva (Guajira) venía Guillermo Orozco, quien le decía la “Reina Carlota”, el padre Armando Becerra a  quien quería como un hijo, era su pariente y permaneció mucho tiempo en la casa de su mamá, estaban unos señores también que se llamaban Gil Socarras, Tirso Maya, Lucho Pupo, quienes eran visitas permanentes.

Era increíble ver  entrar y salir tantas personas a la casa a las cuales Carlota recibía y atendía sin parar brindándoles a todos sin distingo un delicioso café caliente con arepas que tenía siempre como presente.

La Casa bien podía parecer un hotel, centro de convenciones, club de amigos y amigas donde todos eran familia, pues además de albergar, ver crecer y partir a conformar sus propios hogares sus hijos Astrid María, José Guillermo, Martha Dolores, Jaime Francisco, María Dolores y Guillermo Arturo, también acogía a sus nietas María Marta, Astrid María y Ana María a quienes amaba como si fuesen sus propias hijas, también recibía a amigos que sin importar credo, color político o estrato se hicieron familia, es el caso de Hermes Pumarejo, médico a quien recibió desde que llegó de Argentina y fuera su médico de cabecera, y Hugo Carrillo, quien también era médico.

En épocas de campañas políticas se bajaban iguales y contrarios, albergaba siempre a Carlos Caballero Cormane y Nacho Vives, a quienes recibió hasta el final de sus vidas igual que a sus familias, acogió y tuvo como propios a Alfonso Araujo Cotes proveniente de la Paz, a Luis Carlos Alonso, Rodolfo Morón y Orlando Uhia.

Toda esa procesión de gente me impactó tremendamente todo era risas y jolgorio, a lo que no me quedo difícil inferir que Tota adoraba carnavalear, de hecho su enorme patio era testigo de celebres parrandas donde muchas veces hacia corear a su hija Astrid aquella canción de los hermanos Zuleta que llamaron “La Espinita”, era tal su espíritu fiestero que alguna vez se llegó a disfrazar de la bandera de Colombia, exasperando al alcalde de turno quien le advirtió que la iba a sancionar por pretender ser un símbolo patrio, contaba Tota esa anécdota y el patio grande cubierto por la troja de trinitarias se encendió como pickup rimbombante en risas y más risas, estaban allí sus amigas, aquella que apodaban Moña y fuese su cuñada Zenobia, su hermana María a la que apodaban “La Chama”, mujer activista política del partido liberal, le acompañaba su gran amiga Olga Riaño, aguerrida mujer conservadora con la que María solía salir a buscar y compartir los votos en tiempos de proselitismo sin importar el color de sus partidos, estaba Carmen Meza, Meche Romero, Graciela Molina, Leticia Pupo, Rosa Emilia Villazón y estaba también ella, aquella que apodaban La Cacica.

También llegaban otros personajes, esos que llaman “Los del Poder Judicial” iban llegando en el transcurso del día, quienes seguros y confiados sabían que al hacerlo bien tenían seguro un risueño esparcimiento, arepas y tinto recién hecho.  Así pude apreciar la llegada de una  Magistrada de nombre Olga de apellido Valle Riaño, Rosalba Sierra, Alix Daza, Astrid Barranco, Glenis Iglesias, María Teresa Iguaran, Rosa Inés Marengo, Rosario Martínez a la que apodaban Malalo y un juez que era el consentido de Carlota, Efraín Aponte, todos ellos rodeaban a la Tota y está ni corta ni perezosa ponía al descubierto que su vestido gris tenia de lado y lado unos bolsillos donde no sólo guardaba unas llaves, sino también muchos papelitos que daban fe de aquella labor social que iniciara siendo su marido Gobernador del Cesar, se trata en este caso de esos talleres que ideó y montó de Zapatería, carpintería, sastrería, obras artesanales y el funcionamiento de un horno para elaborar pan, los cuales se construyeron y están funcionando en la Cárcel Judicial de Valledupar.

¿Pero qué tienen que ver los papelitos? Los papelitos son las notas de clamor de aquellos reclusos que Tota llama “Los Internos” y ellos a ella “Mamá Carlota”, ellos al igual que aquel José de los sueños del libro en el que tanto tiene fe Carlota,  le piden que no permita que estos queden confinados en esa tierra del olvido y sus casos tengan la oportunidad de ser oídos y resueltos por aquellos personajes del poder judicial que alegres y contentos buscan en Tota esa paz, sosiego y risas en medio de los miles de casos que tienen por resolver desde aquel edificio contiguo donde en otrora funcionaran los juzgados que hoy es conocido por ser las instalaciones del periódico Local que llaman El Pilón.

Silbatos y bocinas comienzan a sonar, a lo lejos veo que se acerca aquel tren que me dejara en la carrilera, viene lento, como si no quisiera llegar, para en la estación de la Carrera 7 con Calle 15, donde se hiciera año a año el Corpus Cristi, me subo en el para aparecer nuevamente en esa casa, pero esta vez un 16 de Diciembre de 1984, allí estaba Tota, no paraba de hacer y hacer, el día anterior lo pasó en la casa de la hija que más fiel reflejo guarda de ella: Martha Dolores, ayudaba Carlota en el cuidado del hijo menor de su hija quien tenía fiebre alta, no paraba esta mujer a la que sus nietos llamaba “Mamá Tota”.  Estaba a dos días de un gran día para ella, y es que tres de sus nietos, hijos de sus hijas Astrid, Martha y María Dolores, harían la Primera Comunión juntos,  el desayuno de ese momento lo brindaría ella en su casa, debajo de los trinitarios, todo pintaba perfectamente bien; de hecho Carlota tarareaba bien tarde en la noche aquella canción que sacudía su alma: “Al mirarlos algún día, Me decían, casi llorando, No te olvides vida mía, De lo que hoy, te estoy cantando… Que Un Viejo Amor, No se olvida ni se deja, Que Un Viejo Amor, De nuestra alma si se aleja, Pero nunca dice adiós, Un Viejo Amor”… Se acercaba ya las 11 de la noche cuando ese gigante corazón de Carlota colapsó, su alma de repente y fulminante se alejó, pero nunca dijo adiós.

Aquellas flores que utilizarían para adornar el desayuno de la primera comunión de sus tres nietos fueron las mismas que adornaron la Iglesia y su féretro. Su gran amiga Consuelo Araujo Noguera, se encargó de arreglarla y lo hizo con Leonor Baute Céspedes de Araujo, quienes depositaron en el féretro aquel templo donde moraba el espíritu de esta gran mujer a las que sus amigas más queridas se encargaron de dejar y reflejar en sus afueras tal cual fue.

P.D. Esta columna es un homenaje a la Yerna querida de Mamá Martina, aquella que llamaron Mamá Carlota, un homenaje sentido a ella y sus hijas, esas en las cuales quedo repartido el espíritu de esta gran mujer de gigante corazón.

Yarime Lobo Baute @YarimeLobo

Publicado originalmente en PanoramaCultural.com.co

Categories: Crónica
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