El dos mil catorce huye de este valle gnóstico como un lobo azul endemoniado, la muerte le ofrece con cariño una sonrisa y un adiós a su paso. La lluvia es una oportuna mano aliada que desaparece abruptamente, las gotas que el cielo vierte sobre las calles se evaporan antes de llegar al pavimento.
Tengo pocos amigos y no nos vemos mucho, pero la mayoría no me olvida aunque yo a veces me olvide de ellos. Cuando coincidimos, porque la mayoría fueron desterrados por varias de las tasas de violencia, pobreza, clientelismo y politiquería más altas del mundo, iniciamos una conversación que parte del punto exacto en el que habíamos quedado la última vez que nos tropezamos y de esa manera, obviamente intercalando también temas nuevos, pasamos juntos el poco de tiempo que para nuestra amistad es suficiente.
De lo que más nos gusta hacer es conversar. Nos ponemos uno al lado del otro o frente a frente, sobre cualquier silla, mesa o andén de cualquier esquina, sobre una terraza o bajo la sombra de un árbol frondoso y luego palabras y más palabras. Sin hacernos reclamos cursis ni caer en estúpidas añoranzas, porque entre nosotros básicamente todo se resume en burlarnos los unos de los otros, como Dios manda. No tengo que justificar nada ante ellos y ellos no tienen nada que justificar ante mí. Fuera de eso, lo que le parezca a cualquiera acerca de lo que hacemos o no, nos lo guardamos por respeto a su ignorancia. No nos ufanamos de nuestros pequeños logros ni nos avergüenzan nuestras miserias, y aunque siempre hay algo que nos incomoda de nuestro entorno, no somos del tipo de gente que manda tropas a la frontera ante la primera señal de hostilidad; después de todo, estamos obligados a tolerar para subsistir ¿no?
Con un léxico adaptado al ritmo de nuestras necesidades y alucinando la mayor parte del tiempo pasamos nuestras vidas, moviendo nuestras bocas al ritmo del tema que puso el más urgido en vomitar frases sobre el instante. Y cuando nos parece estar a punto de encontrar la cura contra lo incurable de la humanidad, oímos que las manecillas de un reloj de cuerda hacen “clic”, que es el ruido que hace un engranaje cuando avanza un grado desde su sitio anterior, porque está diseñado para avanzar en ese momento exacto y porque no hay tiempo que perder bajo la ley del karma, que no perdona. Así sabemos que es hora de despedimos, entonces nos damos la mano o chocamos los puños, sin sentimentalismos y hasta la próxima vez. Sin concluir nada y sin esperar hacerlo, no nos importa y estamos dispuestos a correr con las consecuencias de esa virtud, que nos sobra.
Por Jarol Ferreira Acosta