Su mente divaga de un lado para otro como queriendo encontrar una explicación a su entorno oscuro y sin norte alguno; su mundo es irreal, como aquella entrada sin salida envuelta en un laberinto imposible de descifrar.
A su lado, varias cajas de cigarrillo y una botella de licor barato delatan su vaivén recóndito en medio del piso áspero y caliente de mediodía; sus ojos grandes y verdes no disimulan su embrollo imaginario que solo él entiende; Manuel tiene un mundo escondido, una historia particular engendrada en un medio musical, en donde la inspiración florece a espaldas del viejo Valledupar y del pálido cañaguate en pleno verano.
La tarde del 28 de abril de 2016, Manuel sonrió como un niño que tiene un juguete nuevo; su rostro de barbas pobladas dibujó una alegría al ver un acordeón, de los mismos que van de la mano de aquellos que invaden la plaza ‘Alfonso López’ en época festivalera.
“Amigo déjeme cantar, yo soy Diomedes, ¿no me reconoce?”, dijo Manuel en medio de su absorbido mundo azorado por el licor y las drogas.
El músico atendió el llamado de Manuel para complacer su petición. Se sentó a su lado para emprender una tertulia en la que se confundía lo real y lo imaginario.
Dos minutos más tarde, el acordeonero abrió el fuelle de su instrumento como queriendo retar al hombre de apariencia perturbada. Aparecieron las notas musicales y un canto coordinado en medio de la algarabía de un día festivalero.
Su voz compaginó en rima y métrica como aquel canto erudito de los grandes del vallenato.
“Conversando alegremente, dijo se iba a echar la suerte para ver lo que el futuro le deparará… por mí no se preocupaba, bien sabía que yo lo amaba, mí negra quiso llorar…gitana, decirle que yo la quiero, porque sino el desespero me partirá el alma, y yo también me muero”.
De su interior salieron frases melodiosas que inmortalizaron al compositor Roberto Calderón, pareciera que una gitana hubiera flechado su alma como aquel canto de ‘Beto’ Zabaleta en su reconocida canción. Manuel sonrió como pocas veces lo hace, producto de su condición social; no distingue lo real de lo imaginario, pero detrás de él hubo un tesoro escondido que nunca aprovechó por culpa de las adicciones que se ensañaron en su contra.
Su mundo es el licor barato, la calle y las drogas. Está sumergido en un laberinto que parece no tener salida. Las horas y los días pasan más rápido que nunca, pero para Manuel no hay calendario, su entorno jamás cambiará porque su alma y su mente están acorraladas por el oscuro semblante de la indigencia.
Su pelo crespo y maltratado cae sobre su mejilla derecha, trata de deshacerse de él, mientras mira sus uñas sucias y deterioradas, saca frases incoherentes que solo él entiende; por momentos parece perder su norte, pero un trago de ‘churro’ parece calmar sus penas.
La conversación se interrumpe porque su franja agresiva parece llegar. El sol parece tomarse una de las bancas exteriores de la Catedral del Rosario; Manuel reacciona, toma un saco pigmentado por el sucio y emprende su huida por la carrera séptima como queriendo evadir el cerco de alguien que, según él, quiere hacerle daño.
Desconoce sus orígenes, tal vez no lo recuerda, pero quienes lo conocen aseguran que Manuel viene de buena familia, sus padres tienen un reconocido negocio, pero nunca se han condolido de él o tal vez él no se ha condolido de ellos.
El hombre aparenta 30 años y con su canto parece olvidar sus penas nubladas por los excesos y el camino equivocado que un día tomó.
Su guardián
Don Campo Elías Contreras lleva 23 años como cuidador de carros en la Catedral del Rosario y conoce de cerca las andanzas de Manuel, también su comportamiento. “Ese muchacho es muy noble, no es agresivo, por momento habla locuras, pero a veces dice cosas coherentes, él no está trastornado mentalmente, lo de él es el ‘churro’ y nada más, cualquier moneda que le den le sirve para ir a comprar el trago”, advirtió el anciano.
Mientras don Campo Elías aguarda debajo de un árbol de olivo en la acera principal de la iglesia, diez metros más arriba Manuel duerme profundamente; a su lado un suéter percudido y unos zapatos rotos con cordones de nailon amarillo hacen parte de sus pertenencias.
“Él pasa el día en los alrededores de la iglesia y por las noches lo veo pasar para Pescaíto a buscar no sé qué cosa, el churro lo compra en un parqueadero en el barrio El Carmen, pero no sé dónde duerme. Las veces que hablo con él me cuenta cosas que tienen sentido, pero a veces se ‘escacha y le cae una ‘risotá’, dice que es del Ejército y habla de un combate con las Farc, canta champeta y vallenato a la perfección, el árbol de pino a veces lo coge a puños, pero son cosas de su estado”.
Manuel parece no tener dolientes; mientras su mundo indescifrable no se detiene, algunos admiran su físico, tal como lo asegura don Campo Elías. “Aquí llegan niñas que gustan mucho de él, dicen que es muy simpático, incluso hay una muchacha que trabaja en una droguería del centro que está enamorada de él, si estuviera en su sano juicio podría ser un cantante reconocido”.
Más de 270 mil reproducciones en Facebook tiene el video grabado por Manuel y el acordeonero Óscar De la Cruz.
Nibaldo Raúl Bustamante/EL PILÓN