Justificado por la humanización que les producen sus amos siempre me han gustado más los perros callejeros que los domésticos. Me gusta de ellos su desfachatez, su falta de modales, su incapacidad de reverenciar y la manera desinteresada como viven su libertinaje; cada quien por cuenta de sí mismo a pesar de la manada, valiéndose únicamente de sus dotes naturales para subsistir entre con quienes comparte la ausencia de doliente y las precariedades de la bohemia. Sé que existen EPS para perros, colegios, guarderías, boutiques, y mujeres que celebran navidad a solas con sus caniches -de lacitos pegados a las orejas con silicona para simular colitas, mientras las luces del arbolito titilan sobre villancicos solitarios-, sé que hay criadores expertos y fanáticos que pagarían lo que sea por un ejemplar digno de sus delirios. Porque aunque no nos guste son parte de nosotros: ya sean los aristocráticos tacitas de té o los típicos trotacalles criollos, que empiezan a ser antropológicos cuando nos remiten a una sociedad amorfa y mejorable.
Hace poco, al atravesar una plaza en donde habita una singular manada de caninos insurrectos, uno de ellos me siguió hasta mi casa. Al principio no le presté atención, pero me conmovió al punto de invitarlo a entrar y ofrecerle un plato de comida. Dejé que reposara la llenura y, luego de un baño con garrapaticida, le puse un collar. Pero noté como, a pesar de que le quedaba perfecto -dándole un aire de brabucón al despojarlo de la desnudez flacuchenta de la calle- al sentir su cuello atrapado por este accesorio inútil se puso triste, como si una reflexión melancólica por la libertad perdida hubiera nacido producto de la actual sensación de satisfacción estomacal y afectiva. Así que le quité el ridículo collar y le abrí la puerta. De inmediato su carita apabullada cambió a ser la anterior vivaz de hamponcillo de callejón y, moviendo su cola ensortijada como bucle de arlequín, me dio las gracias mientras se despedía hacia su mundo sin reglas, de linajes indescifrables cuyas promiscuas genealogías remiten a estepas africanas, a desiertos australianos.
Después de ese día duré semanas sin verlo, ni a él ni a su manada, y temí lo peor; hasta que ayer, mientras caminaba, los vi nuevamente, apoderados de la plaza, esculcando entre la basura, ladrándole a las parejitas arrumadas en las bancas bajo los árboles. Pronto lo reconocí entre el resto. Me apresuré a saludarlo y él me reconoció de inmediato y también se puso eufórico de dicha: inigualable como un dingo, aunque a mí me pareció que más tenía cara de Jack, por Kerouac y su facilidad para el vagabundeo y la improvisación.
Jack corrió alrededor mío hasta mi casa, donde lo esperaba un plato de concentrado para saciarse. La amistad con un perro callejero nutre el espíritu, su ser desprendido y tierno, nos invita a ser capaces de entregarnos por necesidad de amar, sin la mediación de las inseguridades del alma humana.