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Buenaventura de la Sierra

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El escribano leyó el testamento de Agustín de la Sierra y Mercader. Se supo entonces que en los codicilos de tal documento había dejado dos legados, uno de los cuales era una cuantiosa donación en patacones de oro para un monasterio de agustinos levantado en un paraje solitario de Santoña, por los montes cantábricos de España, en la cual su madre estaba sepultada; y otro para el convento de los dominicos de la ciudad de los Reyes del Valle de Upar, bajo cuyas losas yacía él mismo.

Los vastísimos territorios con incontables reses y rebaños de crías menores quedando como heredad de Buenaventura de la Sierra, su único hijo varón y de sus hermanas, porque la peste de viruela negra de 1798, como un manto de exterminio bíblico, asoló la provincia vallenata acabando con la manada de monos de pelo rojizo, y después se adentró por los cortijos y caseríos, dejando una pavorosa mortandad de sirvientes y pobladores en las aldeas que él, Agustín de la Sierra, había fundado en su empeño terco de exterminar a los indios chimilas, las que quedaron abandonadas hasta que se las tragó la maleza.

El luto también se metió a su casa en Valle de Upar. Muchos esclavos de su servidumbre doméstica, su esposa y después su hija María Ventura, se fueron a la otra vida por culpa de la peste. Después fue la cornada de un buey que también a él se lo llevó de este mundo de vivos, un día de septiembre de 1799.

Con el testamento se silenció el rumor malicioso de que se había desheredado a Buenaventura por indigno y calavera, a consecuencia de unas frases sucias que dijo éste, cuando su padre en tono de ira le expuso su desencanto con él, por su desgano de asistir a un colegio mayor en Santafé, la propia capital del Virreinato, que lo elevara a la altura de los principales de Nuevo Reino de Granada.

Agustín de la Sierra había llegado al Valle de Upar mandando una cuadrilla de hombres en armas con el patrocinio del marqués de Mier y Guerra de Mompox, para que lo limpiara de chozas chimilas y así extender más los inmensos hatos y labranzas de los colonos blancos.

Hizo fortuna porque como juez de tierras, tituló a su nombre comarcas enteras y en recuas de mulas llevó cargazones de cueros y carne en salmuera hacia Tenerife y otros pueblos ribereños del río de la Magdalena, así como reses, látex de bálsamo, palo de Brasil y dividivi para las tintorerías de Europa.

Ya opulento, gestionó el título de noble como Marqués de Guatapurí ante la Corte madrileña, pero la denuncia de dos frailes doctrineros por sus crueldades con los indios y el contrabando de esclavos, atajaron al rey en su otorgamiento del ruidoso blasón.

Siempre fue dolor de cabeza de ese frustrado marqués la indolencia ociosa de Buenaventura, quien no resistía el ardor de la lujuria por las negras, los fuetazos de los rones de alambique ni los petardos de los tambores que le metían candela a la sangre en la sombra de las enramadas, cuando jineteaba por las aldeas de peones en faenas de vaquería.

Don Agustín había deseado que su heredero aprendiera leyes y latín, y fuera un magistrado de toga y cuello de encajes, vara de justicia y zapatos de hebillas en una distante ciudad de la cordillera adentro que no conocía pero que por las cartas de su pariente, de Lorenzo Marroquín de la Sierra, sabía que era de aires fríos como las montañas de Galicia.

Allá, en esa capital del Virreinato, las mejores familias enviaban a sus hijos para que fueran la casta de los oidores, jueces y gobernantes. Pero Buenaventura tenía trocados los senderos de su futuro y rehusó atender esas últimas súplicas de su padre.

En Mompox, cuando subía a Santafé de Bogotá, malvendió las mulas y baúles de su equipaje, y los reales que llevaba para su manutención fueron gastados en galleras, tabernas y parrandas de ruido y fama, hasta cuando lo trajeron bajo la tolda de un carromato sacudido por las convulsiones del delirio tremens.

Cuando murió don Agustín, la viruela negra había traído la ruina de las estancias y fundos porque acabó con la mano sin costo, y los indios sometidos volvieron a los montes. Los últimos esclavos que quedaron se fueron de cimarrones. Por eso, millares de cabezas vacunas sin atención, dejadas a su suerte, terminaron perdidas y bravías.

No puso punto final al desorden de su vida Buenaventura José Francisco de la Sierra de Cordón y Marmolejo. Siguió hundido en las polleras de las negras y entre vapores de rones destilados con panela avinagrada, apostando tierras y montoneras de reses con baraja y en palenques de gallos finos. Después vino la guerra de los patriotas que se ensañaron en robar los últimos ganados. Luego las leyes republicanas desconocieron los títulos de sus propiedades cobrando así la lealtad con que su padre honró el pabellón de su monarca. Era de la ruina total.

Sin un palmo de tierra, sin sirvientes, sólo poseía la inmensa casa con los corredores desiertos y vacíos, los techos desportillados por donde se metía el agua de lluvia. Ahora él, consciente de su desplome, pasaba sentado en su silla en el portal, sin que nadie por cortesía lo visitara en su huérfana penuria, de lo cual daban fe el cuello y los puños raídos de su camisa.

Sólo Encarnación, la vieja negra, inútil por la rigidez de sus tendones, aya de su crianza y a quien su padre manumitió como compensación de sus servicios, seguía allí, fiel hasta el hundimiento de su buen nombre y de su hacienda.

Entonces desde algún lugar donde vagara su espíritu, le llegaban de su padre, como una repetición de las veces que en vida dijo: “Suplícote Buenaventura que no supliquéis. No está bien a la condición de un caballero, clamar su ruina para socorro de su caída. Cuando estéis sin un ducado, sin bienes y sin amigos, por vida vuestra y honra mía, que debéis colgaros de aquel saliente de madero”.

Ahora que ese propósito era un hecho, supuso que su padre había tenido la razón desde siempre cuando le previno de su desastre. Allí estaba el tarugo de madera empotrado en lo alto de la pared exhibiendo su cabezote con una sugerencia muda de ahorcamiento.

Entonces tomó la suprema resolución. Hizo una lazada con un rejo retorcido y lo fijó a él. Después buscó un taburete sobre el cual trepó, circundándose un nudo corredizo a la altura de la nuca, y con el tacón de la bota empujó el mueble para quedar suspendido.

Solamente recordaba el tirón, un manto rojo que le nubló la vista y el mundo que se descendía a pedazos. Fue Encarnación, al sentir el ruido metálico y retronado como de muchas espuelas y de cascabeles caídos, quien corrió hacia allí y lo encontró tendido en el piso.

Luego se aplicó a aflojar la soga con sus manos entumecidas, en medio de un montón de argamasa hecha polvo. Lo abanicó hasta cuando recobró la respiración acompasada. Entonces tuvo tiempo de fijarse, con el chorro de luz azul que se colaba desde la calle por el huego donde había estado el tarugo de madera, en el rimero de monedas de todas las épocas y tamaños: doblones de sello real, patacones con silueta de un rey, maravedíes rebordeados y gruesos, reales de vellón, y hasta diminutas macuquinas de oro.

Después de esa riqueza caída del cielo que en previsión había escondido su padre, Buenaventura quiso variar el rumbo de su vida de ruidos y demasías, pero eso fue cuando comenzó a confundir la realidad de las cosas.

Era un cambio lento y terco esa torsión mental que se hacía más evidente cada día. Por simplezas ahora se deshacía en insultos con palabras descosidas. Se atribuía el cambio de su genio a las tribulaciones de su pasada ruina que le aplastó su espíritu cordial. Ya decía frases sueltas y asumía comportamientos raros como la vez que presidió una imaginaria procesión de Santo Domingo, patrón de la población, repitiendo jaculatorias con un cíngulo de cerdas atado a su cintura.

A pesar de todo, los moradores del vecindario sólo pesaron el riesgo cuando Buenaventura le metió un tizón a la pesebrera de su patio, quemando el techo, pese a los cubos de agua que traían presurosas de todos los aljibes las personas que acudieron al repique de las campanas dando la alarma del incendio. La cubierta del cobertizo terminó desplomada en un torbellino de candela y de chispas como un enjambre de cocuyos enloquecidos.

Desde esa noche lo recluyeron en un aposento con cerrajas externas y una ventanuca por donde le introducían las raciones de comida. Todos los amaneceres se oían risas sin alegría, cortada en carcajadas, y uno que otro grito con palabras confusas que los vecinos se esforzaban en entender esperando la revelación del lugar donde enterró el tesoro que le cayó en lluvia cuando intentó suicidarse, pero en el desvarío de sus frases nunca daba asomo de ese hecho.

Una madrugada no se escucharon voces. Cuando abrieron el cuarto lo encontraron muerto. Se había quitado la vida abriéndose un tajo en la garganta con la arista de una artesa de barro que había roto, de aquellas en que le servían el sustento por la ventanilla de la alcoba.

Muchos años después de este suceso, la casa seguía allí, deshabitada, en pie, como un enorme mausoleo lleno de telarañas, y quienes habitaban las viviendas del contorno escuchaban en las horas antes del amanecer, gritos desesperados que salían de ella, en frases sueltas que nadie entendía y, después se iban apagando en la friolenta ceniza del alba.

POR: Rodolfo Ortega Montero / EL PILÓN

Categories: Crónica
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