Por Mary Daza Orozco
En este pequeño espacio no cabe un homenaje a la inmensidad de su vida. Vida grande dentro de la humildad sublime que practicó, tanto que se fue en silencio, silencio sabio y me atrevo a decir: silencio santo.
No quiere decir que la tía Franca fuera grande por realizaciones materiales, no, fue inconmensurable en la orientación de su hogar, al lado de Víctor Dangond, su esposo, y de sus siete hijos, que hoy más que un dolor intenso por su partida, sienten profundo orgullo de haberla tenido como madre, y la recordarán con su belleza plena, porque fue bella entre las bellas según los anales galantes de la Villanueva de hace años, belleza, sin aditamentos, que se acrecentó con los años que, aunque duros, no le dejaron huellas ni arrugas de resentimientos ni de inconformidad con la vida, solo una mirada brillante, una esperanza a toda prueba y una fe serena.
Por encima de esas consideraciones se destaca su historia de amor: años, muchos años, de la mano de Víctor, caminó la misma senda que él y miró hacia el mismo norte, y así, no se dejó vencer por adversidades, por el contrario tuvo el poder de transformarlas en alegría cuando veía los ojos luminosos de sus hijos, que eran su premio; cuando el hogar se crecía con los nietos, cuando sonreía al comprobar que la belleza de había apoderado de todos y se había incrustado, como don bendito, en todos los resquicios del hogar.
Mi tía Franca, mi confidente, a la que mi mamá quería tanto, hoy me hace falta hasta para escribir esta nota, tarea difícil cuando se tienen los ojos cuajados de lágrimas y cuando las manos tiemblan buscando el asidero que eran sus palabras, de pronto no le habría gustado ni que la mencionara, porque quizás sentiría que rompía su decisión innata de no figurar, me habría recomendado: no te extralimites, más mesura, y recordaría el versito familiar: ‘Sé humilde por Dios…’
Siempre quise saber de dónde nacía ese encanto sereno de Francisca Orozco de Dangond y hoy compruebo que estaba cifrado en su amor por las cosas sencillas: todos los días descubría la vida en una mata que floreciera, en el silencio de una iglesia, en un pajarito que trinaba en su patio y luego se iba, en una novenita piadosa, en un regalito sencillo, en el abrazo de un nieto, pero especialmente en sus hijos, todos con el mismo talante que vieron en ella, se arrobaba mirándolos y murmuraba algo, como diciendo: valió la pena.
A los primos, hoy transidos, me uno en un abrazo grande no para llorar su muerte sino para festejar su vida, para recordarla siempre bella entre las bellas.