Durante la última década Colombia ha suscrito más de una docena de Tratados de Libre Comercio, cuyos procesos de desgravación avanzan sin tregua con resultados que, definitivamente, no se compadecen con la promesa de valor de las negociaciones y las solemnes ceremonias de ratificación, que ofrecían enormes mercados para nuestros productos y, para los consumidores colombianos, el beneficio de una inmensa oferta global compitiendo de igual a igual en nuestro mercado local.
Las negociaciones debían equilibrar las enormes asimetrías de nuestra economía con las de países como Estados Unidos o grupos como la Unión Europea, y en el caso del sector agropecuario, el Gobierno se comprometió a acometer una Agenda Interna para actualizar la infraestructura física y social del campo -nuestra principal desventaja competitiva- y reconvertir la estructura productiva de los renglones sensibles.
Nada de eso sucedió. Con la Unión Europea la negociación láctea fue tan desastrosa que la contraparte lo reconoció y se comprometió con recursos para la reconversión. Con Estados Unidos las negociaciones y la aprobación, ocuparon casi nueve años, un tiempo precioso que, infortunadamente, fue desperdiciado. Hoy, dos años después de su entrada en vigencia y 11 desde que se empezó a negociar, ha habido documentos Conpes, leyes, decretos y muchas promesas, pero muy pocos resultados en reconversión productiva y admisibilidad sanitaria.
Hemos dado pasos atrás en seguridad, y en infraestructura el país no difiere mucho del 2003. Apenas se está tratando de terminar las dobles calzadas que se iniciaron en la época, pero la red terciaria sigue igual o peor. En riego no se ha avanzado un ápice; la promesa de control al costo de los insumos sigue incumplida, el crédito agropecuario insuficiente y a espaldas de la realidad productiva, y la situación en educación, salud y vivienda rural no presenta modificaciones.
Nuestros competidores corren a gran velocidad y nosotros quedamos varados en la mitad de la pista, sin que nadie saque una bandera amarilla para que no nos atropellen. No se trata de posiciones apocalípticas sino de realidades. Los TLC se convirtieron en tratados ‘embudo’ para el ingreso de importaciones, pero sin oportunidades para las exportaciones colombianas, una situación que también genera alarmas en la industria.
Las cifras lo confirman. La balanza comercial fue deficitaria en US$315 millones en los dos primeros meses y puede llegar a US$2.000 millones en 2014. Con Estados Unidos pasamos de un saldo positivo superior a US$9.000 millones en 2011, a uno inferior a US$3.000 en 2013. El déficit comercial con Mercosur fue de US$2.123 millones y con México de US$4.436, mientras que con la Unión Europea se registra tendencia a la baja. Como si fuera poco, la revaluación tampoco ayuda, pues en 2003 la tasa de cambio estaba en un promedio cercano a $3.000 por dólar, mientras la actual no logra estabilizarse en $2.000, con una pérdida de competitividad cambiaria del 33%.
Por ello, si los gobiernos no hicieron lo que tenían que hacer, la suspensión de esa carrera entre competidores desiguales es una posibilidad que debería considerarse, a pesar de las dificultades. Intentarlo es un imperativo social y ético para el Gobierno. En el caso de la leche, se amenaza la subsistencia de 300.000 familias, la mayoría de pequeños productores campesinos, para quienes la quincena lechera es su salario mínimo.
No se trata de una renegociación, sino de la suspensión temporal de los procesos de desgravación, para que el Gobierno cumpla la Agenda Interna y el sector productivo acelere la reconversión. De no ser posible, habrá que redoblar esfuerzos para hacer competitivo al sector y salvar al campo de un desastre social.