Desafiar el viento, la gravedad y el tiempo, exigiéndole al cuerpo su máximo rendimiento, es el propósito de un atleta que busca ser el mejor en la disciplina que practique. Su sangre viaja con violencia y ansia recorriendo las venas que inflama con el esfuerzo y la ilusión en sus corazones de ganar una medalla.
Han culminado los juegos de la trigésima tercera Olimpiada, un evento multideportivo internacional que reúne a los más grandes atletas de todos los continentes, muchos de ellos superdotados que traspasan y rompen las leyes naturales y las capacidades físicas de cualquier ser humano normal. Hombres y mujeres que agigantan sus corazones haciéndolos galopar sin descanso en la medida que los sueños de inmortalizarse los obligan a ser los mejores entre los mejores.
Muchas curiosidades se dieron con ocasión a dicha celebración, situaciones que ya forman parte del recuerdo de la misma. Quizás, la primera que hay que anotar, creería yo, fue una controversial escenificación en la inauguración, pues muchos católicos se dieron golpes de pecho ante el insulto que significaba el acto teatral que consideraron una parodia irrespetuosa y que emulaba aparentemente “la última cena”, pintura adoptada por el cristianismo como simbología de unión al recordar la expiación del Salvador y en donde lo hacemos en memoria de su carne y de su sangre, las que Él ofreció como sacrificio por nosotros. Sin embargo, otros interpretaron la puesta en escena de una manera distinta, tal como debía ser, tan así es, que el propio director artístico de la ceremonia de apertura de los juegos tuvo que aclarar que no fue el Dios cristiano sino otros dioses los que inspiraron la polémica escena, unas deidades que hoy no tienen tantos devotos que se alarmen o se alegren, pero que en sus tiempos fueron grandes y poderosos, el olímpico Dionisio y la galo-romana Sequana, la misma que le dio origen al nombre del río más famoso de Francia, el Sena, en donde se dice que en su manantial solía estar el santuario de la deidad celta.
Y sí, muchos pusieron el grito en el cielo ante la presunta e irrespetuosa afrenta hecha al cristianismo, pero es tal la ignorancia que ni siquiera nos percatamos que las propias Olimpiadas tienen su fundamento en los juegos olímpicos antiguos, llamados así por celebrarse en la ciudad de Olimpia en el santuario del Gran Dios Zeus, “en su honor”. ¿Entonces? ¿De modo que sabemos a quién honramos?
Independiente al multiculturalismo e incluso al ignorado politeísmo, lo que sí valdrá la pena siempre honrar es el esfuerzo que realizan aquellas mujeres y hombres que representan a cada una de las naciones participantes, algunos considerados apátridas o que por las circunstancias de conflictos internacionales se les prohíban participar en nombre de su nación de origen, hombres y mujeres que más allá de sus penurias y dificultades personales luchan por el honor propio y el de dejar en alto una bandera anhelando escuchar el himno de su patria soñando con una presea que cuelgue de sus cuellos.
Seres que a pesar de sus estaturas y fuerza se doblegan ante una lágrima surgida por el sentimiento que les ocasiona la victoria o la derrota, la ilusión o la desesperanza. Y es que si es a uno que los observa a través de una pantalla y se le “enguarapan” los ojos, como decimos jocosamente, ahora imaginémonos los diversos sentimientos que no caben en sus cuerpos. Rostros que se elevan al cielo implorando y agradeciendo a su Dios, otros que se humillan ante el suelo besando la tierra que los vio nacer, otros que sueñan entre gritos que no oyen porque solo escuchan el silencio de su interior. A estos seres, le debemos el honor de pertenecer a un país, hombres y mujeres que merecen nuestro abrazo, nuestro agradecimiento y nuestras felicitaciones, porque sus lágrimas valen más que cualquier medalla que conquisten.
Hoy, me rindo ante ustedes atletas de mi patria, gracias por hacernos sentir que somos un país en el que aún podemos soñar juntos, gracias por dejar nuestra bandera en alto. No importa si no hubo oro que colgar esta vez, pues, la riqueza de sus almas pesa y brilla más que cualquier medalla dorada.
Por: Jairo Mejía