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Arroz, leche, güisqui y siniestro (fascículo 4)

Jarol Ferreira Acosta

“Guante de cuero que la mano de la poesía usó.”
Sabines

13. Por teléfono  los avances del proceso para obtener la orden de salida, en el espacio  transcurrido entre  llamadas hice espirales sobre papeles para matar tiempo. Una, dos, tres horas esperando en el sofá de la sala de su apartamento y nada que la dejaban salir de la clínica;  sabía que se avecinaban  diligencias que aunque amparada por un buen seguro no dejarían de ser engorrosas, más en plena época de epidemia de siniestros motorizados según lo que luego comprobé.

14. Ya era de noche cuando mi amiga salió, el abogado de la aseguradora se disculpó por el comportamiento de su auxiliar y recomendó sacar el carro de los patios a la mañana siguiente para  evitar pagar más por el servicio de parqueadero; además de protegerlo del sol, la brisa y las ratas. Parqueadero de la cincuentaicinco- nos repitió el abogado. Queda como quien va para el motel San Diego, pero al otro lao de la avenida, subiendo hacia una invasión. No más díganle al taxista y él sabe. Así ganamos tiempo mientras la aseguradora lo reporta a la oficina para siniestros del taller de la compañía de asistencia técnica autorizada.

15. Día siguiente: recurrir al servicio de transporte público municipal. Afortunadamente llegó a tiempo el taxista que nos llevaría. Espontáneamente inició una conversación que terminó en monólogo, una de esas crónicas que la vida como Scherezada produce para mantenernos entretenidos.

-Miren- nos dijo, mientras señalaba el espejo retrovisor lateral izquierdo, pendulante, del taxi- un mancito en una moto ¿Saben que hice? Allá la tengo en mi casa. La moto. Le dije al pelao: Estoy de licencia de trabajo y aproveché pa haceme unos pesos en este carro que en cinco días entrego y me voy de nuevo a trabajá. Así que tenei que i a La Kia (concesionario), averiguá cuánto cuesta el espejo original, comprámelo y mandámelo a poné antes de que me vaya, o si no le digo a mi vecino, que necesita unos repuestos pa su moto, que la desguace, coja lo que le sirva, venda el resto y con eso que me compre y me mande a poné el espejo; el resto que lo coja pa él. Ya le di la orden a mi amá, que cuando me vaya a trabajá nadie puede sacá esa moto; no más mi compadre (el vecino). Al poco tiempo llegó a mi casa un tipo, buscándome: ¡un negro! pa rematá- y enfatizó- ¡un negro!  (A pesar de también ser como de chocolate amargo el tono de tez del señor taxista.) ¡Negro tenía que sé!

– ¿Usté fue el que le puso la mano a mi hijo? – me preguntó, cuando le abrí la puerta.
– Si, yo le puse la mano- le dije- porque el pelao se me alzó y me salió con un poco e cosa.
– …
– …
– ¿Usté tiene la moto de mi hijo?
– Si señor, yo tengo la moto.

Y Le tiré la puerta en la cara. Como el choque (siniestro) fue frente a mi casa, apenas iba saliendo, le empujé la mano al pelao, aseguré la moto y le dije a mi amá que me la guardara, que era de un compadre  que necesitaba unos repuestos. Después se ensuavisó el negro, y quiso arreglá por las buenas.

-Muy bien primo, lo único que tiene que hacé es: i a La Kia, comprame el espejo original y mandámelo a poné.

Todavía tengo allá la moto, y me voy en cuatro días  así que no sé qué irá a pasá- concluyó el relato, antes de girar a la derecha por un sendero. Esta trocha estuvo cerrá un tiempo por caliente- comentó sobre el sector como epílogo de la historia el taxista- aquí no más hay una invasión, de noche esto se pone peligroso.

Nos bajamos del Kia frente a un portón verde. Poco a poco irían llegando otras presuntas víctimas,  infractores y acompañantes, relacionados con los siniestros de tránsito del día anterior. (Continúa)

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