El anuncio de la apertura de la mesa de negociaciones con el Eln debería ser una excelente noticia. Una que nos pondría por fin en la perspectiva de un cierre del conflicto, de asegurar un posconflicto exitoso, y una que impulsara el fervor popular en favor de la paz. Pero no. Antes que eso, se presenta como un arma de doble filo, como el riesgo de dilación de un proceso de negociación ya tardío que se mezcle en una anticipada campaña electoral de 2018. Como el riesgo de movilización política con armas.
Porque una de dos. O los primeros tres puntos de la agenda con el Eln, esto es, participación de la sociedad en la construcción de la paz, democracia para la paz, y transformaciones para la paz, no terminarán siendo más que pequeños foritos en algunas regiones, o el Gobierno le habrá concedido a la guerrilla del Eln la gabela de llevar a cabo su fantasía de democracia griega en zonas donde ni siquiera tienen bases sociales. Esos primeros tres puntos son la misma enrevesada Convención Nacional que siempre han propuesto, ahora en el plano regional, una especie de constituyente corporativa donde cabe de todo. Eso sin contar que vía el subpunto de “programas transformadores para superar la pobreza, la exclusión social, la corrupción…” se les ocurra negociar todo en una constituyente como a las Farc.
Pero no es un arma de doble filo sólo porque la agenda con el Eln sea gaseosa y se pueda convertir en una caja de pandora en momentos de creciente temor de las guerrillas a desmovilizarse, frente al aumento de las bandas criminales. Lo es, además, porque el Gobierno puso todos los huevos en la canasta de la paz y, a pesar de anunciar que no iba a ser rehén del proceso, se está convirtiendo exactamente en eso, sin inmutarse frente a la pérdida de apoyo a la paz y de gobernabilidad.
Una pérdida de capacidad de maniobra que comienza a tener parecidos con la de los vecinos Brasil y Venezuela. Y no porque en Colombia se esté, como dice Uribe, entregando el país al castro-chavismo, sino por la creciente debilidad del Gobierno. Una debilidad tal que convierte a Santos en el primer presidente, desde Gustavo Rojas Pinilla, al que le hacen una protesta tan multitudinaria como la del uribismo del pasado fin de semana. Las protestas contra Carlos Lleras fueron marginales. En la época de Gaviria eran contra la política de apertura económica y desregulación. Ni siquiera contra Samper, quien tuvo una fuerte oposición mediática, de los gremios y el Congreso, pero que no se trasladó de la misma forma a la calle. El deterioro del apoyo presidencial es tan grave que puede complicar el escenario de la reforma tributaria que tanto esperan las calificadoras de riesgo internacionales y que, según me manifiesta un directivo de una central obrera, va a galvanizar un paro cívico nacional después del relativo éxito que también tuvieron el pasado 17 de marzo.
Los esfuerzos de paz del Gobierno son loables y hay que acompañarlos, en especial si traen prontos resultados. Pero lo que no se puede respaldar es que Santos pierda apoyo a marchas forzadas sin inmutarse, sin producir cambios como un vuelco en el gabinete y que funja más como un Alto Comisionado de Paz y buen ministro de Relaciones Exteriores, mientras el presidente parece ser Germán Vargas Lleras. Sencillamente, porque perdemos todos y el Gobierno se verá forzado a pararse de la mesa.
Por John Mario González