Los vallenatos hemos perdido la ruralidad y eso significa muchas cosas, buenas y malas. La buena es adquirir un poco más de educación y acceso a otras costumbres, no a otras culturas; lo malo es que al perder tantas tradiciones, perdemos muchas tradiciones, entre ellas la culinaria típica y la conversación exquisita, ambas elixir para el alma.
La comida, su olor, sabor, preparación, presentación, son detalles que todos recordamos, sin importar, por ahora, su contenido vitamínico o su carga alimenticia, solo así, recordamos a las viejas abuelas provincianas, que, en una pequeña luna de maíz y queso, con sus respectivos luceros color castaño atigrado, eran las arepas tempraneras. El mundo era así, redondo, caliente y sabroso. Y conste que el calentamiento global no estuvo en las mentes de aquellas nobles mujeres de pueblo.
Si algo recuerdan las narices del siglo pasado es el olor de sus cocinas, desde las más humildes con fogoncitos de leñas, hasta quienes estaban conociendo las estufas y sus combustibles industriales. Que nadie me quite el olor del café, dijo un poeta desconocido, en una mañana lluviosa y sin fecha.
Hoy las casas se llenaron de fórmulas y trucos, mientras intentas hacer una viuda de ‘pescao’ con el bocachico de antaño, alguien sale con un sudado de basa, que los expertos ictiólogos también llaman “gato iridiscente”, miren qué joda. De manera que si te invitan a comerte un gato iridiscente, ya sabes que es un pez de la China visitante que desde el río Mekong y el Chao Phraya en Tailandia, vino a parar al Magdalena y todos sus tributarios, por ende al Cesar, con la premisa que aquí todo lo malo que llega se queda.
Ya nadie quiere beber los viejos rones regionales que tantas canciones inspiraban, y para qué mencionar las cervezas, si en cualquier parte le echan sal y limón sin límites, y a otro precio le llaman micheladas. Ni se le ocurra pedir paletas, o bolis, menos raspaos o cholados, ahora por culpa de las nuevas gentes que llegaron, también para quedarse, está usted obligado a comer megabolis. Incluso aquél jugo de tamaquitas que encontrábamos en las matas para fabricar guacharacas, hoy llaman corocito, su color fucsia, que tampoco existía antes, aumentó su precio, tanto que en los hoteles cinco estrellas del Caribe toca ser alguna estrella de la política, los negocios y artes para consumirlo.
Las ciudades destruyen las costumbres, dijo el vate ranchero José Alfredo Jiménez; es normal, todo cambia, nada se detiene, pero hay cosas, al menos internas, como la cocina que deberían detenerse por siglos.
Valledupar se llenó de pizzeros por todas partes, cualquiera que tenga una tabla, un rodillo, se inventa una masa cualquiera, agrega otra cosa que se le ocurra, la mete en un horno acelerado, la sirve triangular, y es pizza, y si le agrega otro nombre raro cuesta más. Aquí en poco tiempo, hasta los locos cambiaron. Nadie pensó que los pocos semáforos de ayer, hoy sean un semillero de limpiadores de vidrios obligatorios, que usan un frasco con su producto indefinido como pistola.
Esta semana, como noticias positivas, según los animalistas, se cumplió un viejo sueño, es decir tener una patrulla para animales de calles, el propio alcalde local insistió que era para caninos y felinos especialmente, lo que implica que las ratas y elefantes blancos quedan libres y multiplicándose a cada instante. Me recuerda la historia de una famosa loca paisa, que solía hacer sus necesidades en plena calle; en una ocasión, un ciudadano le indicó que iba a dar parte a las autoridades y ella tranquilamente respondió: “¡Parte no, puedes dársela toda!”. De todo hay en la viña del Señor, pero ya estoy recordando a la Viña nuestra…