La sensación de evadirnos a tiempos que ya fueron, se vive cuando el eco replica nuestros pasos en el silencio de la noche por las viejas calles de Ocaña de la Nueva Madrid. Delineadas con las curvaturas de un péndulo que van de la loma a la hondonada, se recorre la Calle de la Amargura, del Embudo, la de San Luis, la del Carretero y la del Cerro de los Muertos.
Entonces, en las casas estucadas de cal y de tejas castellanas tatuadas con algún verdín de intemperie, creemos adivinar en sus balcones virreinales la silueta delicada de una dama que, tras el disimulado refugio de una celosía, espía el paso airoso de las cabalgaduras montadas por varones con capas, botas y chambergos. Quizás también lleguen a nuestros oídos, los ruidos secos de los ejes de una calesa rodante tirada por caballos que cruza la esquina propicia a la emboscada de un celoso galán, y que conduce un cochero de sombrero tricornio llevando a un escribano con cuello de lechuguilla, o a un regidor de peluca blanca con bucles de sortija, o tal vez a una encopetada matrona de peinado alto de tupé y chalina sevillana.
No sería extraño que además intuyamos el murmullo apacible de una muchedumbre orante con la imagen en andas de un santo, entre la vacilante lumbre de unas velas devotas.
Algunas veces, el ejercicio de la abogacía me llevó a esas calles añosas trazadas en los tiempos de la cruz y de la espada, que ahora me conducían a los estrados de justicia. La ocasión a la que haré alusión se produjo en representación de la Beneficencia del Cesar por algún impase judicial de la entidad, con encomendación expresa de su gerente, Alfonso Monsalvo, mi buen amigo de todos los tiempos. Cuando llegué a la ciudad, tomé ruta al edificio de don Francisco Carvajalino Jácome, tío político de mi esposa, caballero de apellidada estirpe y además de estilo y trato, para darle los recados de familia.
Rehusé su insistencia en alojarme en un apartamento de su edificación, y a cambio le solicité las llaves de la casona de su hacienda ‘El Mortiño’, una de las míticas dehesas de Antón García y Bonilla, un personaje de leyenda que vivió en algún siglo del pasado.
La senda hacia ese lugar lleva también al Santuario del Agua de la Virgen. Me di a vagar con la imaginación por el pasado de fábulas y verdades de Ocaña, cuando el campero rodaba hacia el cortijo. Retrocedí al 16 de agosto de 1711, a las montañas de Torcoroma. Fue en un labrantío de cañadulce con trapiche de madera que hacía un círculo sin fin por bueyes uncidos a un yugo, para hacer alfandoques y panelas.
Un rancho de barro con techo de paja daba cobijo de hogar a Cristóbal Melo, su mujer Pascuala Rodríguez, y sus hijos, mozalbetes ya, José y Felipe. Ese día venturoso, el padre encomendó a los dos vástagos la tala de un árbol del cual se hiciera una “canoa” para depósito de miel. Hacha al hombro, los dos jóvenes trepan la ladera para elegir un tronco con grosor. Se adelantan en la espesura de la montaña hasta topar un robusto roble que era un “portento”, con flores, lo que era extraño para esa época del año.
A golpes de hacha lo derribaron sobre un barranco. Al día siguiente, en compañía de su padre Cristóbal, llegaron al sitio para labrar la cajuela. A los primeros cortes se desprendió un pedazo de corteza, y de súbito se iluminó el bosque que, además, se inundó con una subida fragancia de esencias de rosal. Con los ojos abiertos de asombro y susto, pararon la faena de las hachas, entonces descubrieron la imagen de la Virgen en la corteza desprendida, con las manos dispuestas en plegaria y los ojos elevados al cielo. De las raíces del roble derrumbado, brotó una alfaguara de aguas transparentes, con propiedades de cura milagrosa, al decir de los creyentes que desde entonces van al sitio del prodigio como romeros en expiación de pecados y en pago de penitencias.
La noticia voló a todos los vientos y llegó a oídos del padre vicario, Diego Gabino Quintero. Después de oír testimonios y visitar el árbol del milagro, autorizó un culto privado. En 1716, una pastoral de fray Antonio Monroy y Meneses, obispo de Santa Marta, cuya jurisdicción eclesiástica alcanzaba a Ocaña, tras riguroso raciocinio concedió permiso para levantar paredes de capilla, y dispuso la colocación de la imagen en el altar mayor de la Catedral de Santa Ana. A principios del siglo XX se llevó a la capilla construida en el sitio donde había aparecido. En el año 2010, el papa Benedicto XVI, concede la corona pontificia a la imagen del Agua de la Virgen.
Fue también de mis evocaciones, en tal ocasión, “el espanto de El Molino”, que mucho pavor metió a la gente de la población. Tal es el espectro que se aparece en ciertas noches sin luna, por vecindades de una casa en ruina y abandonada, donde alguna vez hubo un molino de piedra que trituraba granos.
Allí, una sotana al flote del aire libre hacía presencia sin cabeza, brazos ni pies, con un deambular sin rumbo desde el sitio en que fue encontrado el cuerpo desmembrado de un fraile, a filo de machete. Quienes topaban el fantasma, decían haberle escuchado voces clamando una plegaria para mitigar la carga de un grave pecado inconfesado, cuando le llegó la ocasión de su terrible muerte.
EL VICARIO Y EL HOMBRE QUE MURIÓ TRES VECES
El recuerdo de la maldición del Alto del Vicario, también me vino. La causa fue una pastoral leída en todos los púlpitos de los templos y conventos de Ocaña, escrita por el puño de Vicente Arbeláez, Vicario Apostólico de Santa Marta, de visita en la villa, en la cual hacía una iracunda protesta por el atropello del gobierno de Mosquera, quien, por el Decreto de Tuición de Cultos y Desamortización de Bienes de Manos Muertas, expropió las tierras, haciendas y demás bienes de la Iglesia que durante 200 años los feligreses le venían donando por testamento. Las autoridades civiles apresaron al obispo y después lo expulsaron de los alares de Ocaña, en una mula, sentado al revés para su humillación.
Una vez llegado al sitio del Alto, antes del Santuario de Torcoroma, de sus labios salió una aterradora maldición contra los habitantes de la villa, lugar que ahora se conoce como el Alto del Vicario. Desde entonces la gente aseveró que se paralizó la prosperidad, y después se vino el flagelo de la peste de vómito negro que, como una cobija de muerte, hizo arrase hasta de las manadas de los monos rojizos de los montes; y para colmo de la catástrofe, las guerras civiles devastaron con sus tragedias, sus hambrunas, su luto y la ruina, a toda la provincia de Hacaritama.
Otras historias fluyeron a mi mente, como la del hombre que murió tres veces. Segundo Barbosa era su nombre, y su oficio sepulturero. Ya casi anocheciendo, cuando se disponía a salir del camposanto, una mano emergida de una tumba lo tomó por una pierna. Con la mente ofuscada, Barbosa, borrosamente recordaba al difunto que lo detenía quien había sido de la cofradía de los nazarenos, y que ahora le hacía un duro reproche por un encargo que en vida le encomendó y que él no le quiso cumplir.
Al otro día, sus amigos lo encontraron hablando solo allí mismo, con la mente en embolate, dando a conocer, como pudo, el suceso del fantasma reclamante. Segundo Barbosa nunca se recuperó ni sirvió para nada más. Una tarde le llegó la muerte en una epidemia de tifo. Con cirios y cuentas de camándula le hacían la velación. De pronto, el fallecido se levantó de su ataúd entre los despavoridos asistentes a su funeral. Pasados unos días, volvió a morir. Cuando la caja mortuoria era depositada en el fondo de la fosa, alguien percibió una leve sacudida. Hubo consternación porque otra vez resucitó.
Días después murió de nuevo, tras un vahído que le pasó borrador a su conciencia. Ante la duda de una tercera resurrección, fue sepultado tres días después, cuando su cuerpo tenía signos visibles de descomposición. Muchos años se habló de este suceso que alteraba los nervios, hasta que la ciencia develó el misterio de la catalepsia.
LAS BRUJAS
No faltó a la cita de mi memoria, el caso de las brujas de Búrbura, sucedido en la primera historia de Ocaña. La fama de cinco brujas que tenían chozas en los parajes recónditos, se había extendido. Con sus emplastos, brebajes y ungüentos de flores, raíces, hojas y vísceras de ranas y serpientes sanaban los males del cuerpo, y con las invocaciones a sus mohanes y divinidades de los montes, veían los días del futuro, anudaban a los maridos infieles y adivinaban el paradero de las reses y burros extraviados.
La Santa Inquisición no podía tener tolerancia con esa ciencia del Ángel Malo, y por eso abrió causa como escobajeras a María Antonia Mandón, María Pérez, María de la Mora, María del Carmen y a Leonelda. Un piquete de arcabuceros de la guardia del rey, trajo amarradas a las nigromantes. La primera de ellas fue ahorcada en presencia de las otras. Días después las campanas de todas las espadañas de templos y monasterios anunciaban que la justicia de la cuerda suspendería el cuello de Leonelda. Ella era una mestiza de 26 años, y las indiadas de Búrbura le tenían mucha veneración. Fue llevada al Cerro del Ahorcado para, una vez ejecutada, dejarla allí colgada al viento para pitanza de los goleros.
A su grito de auxilio, los indios que se habían venido a escondidas desde Aguas Claras, brotaron de la maleza, y con saetas de palma de macana exterminaron al piquete de la milicia que quiso cumplir la sentencia. Leonelda se fugó con su gente y se refugió en lo más áspero de aquellas montañas.
Entre las historias de Ocaña, que muchas son, hay una que le da protagonismo al cura vicario Agustín Francisco de Rincón, en un episodio con calenda del 27 de mayo de 1796. Entre un temporal que presagiaba una noche de tormenta, unos golpes de aldabón llamaron a la puerta de la casa del vicario. La voz de un campesino suplicaba los auxilios de la confesión para una mujer que dejó en su rancho. El cura cubre su cuerpo con un manteo de lana y la cabeza con un bonete.
Toma los utensilios de la liturgia de la extremaunción, y sobre una mula dócil, en compañía de un criado negro que lleva un candil, siguieron los pasos del labriego. Ya en el monte, éste dice que hay que tomar atajo porque la senda, más adelante, estaba tupida de rastrojo. El cura desmonta y deja al criado al cuidado de la bestia y se mete en un camino de cabras, precedido por la vacilante luz del farolillo que ahora lleva al suplicante en una mano. La sorpresa del vicario es grandísima cuando se topan con una mujer desnuda y atada a un árbol.
Al instante, el sacerdote quiso retroceder, pero la punta de un machete en la espalda le hace desistir de su apresurada evasión. El hombre le informa que ella es su esposa, a quien quería que confesara porque tenía la sospecha que le era infiel, para que él a su vez le confirmara su recelo. El apurado cura, con todos los argumentos al alcance de la comprensión del labriego, lo ilustra sobre el pecado mortal si se violaba el secreto de confesión. Le vino entonces la idea luminosa de proponer que aquel hombre se vistiera con su propio hábito de vicario, para que por sí mismo escuchara la confesión. Cuando el labriego vestía la sotana, en instantes en que metía la cabeza, de un fuerte puñetazo el clérigo lo tiró al suelo. Con brío se le vino encima mientras a gritos pedía el auxilio del criado que había dejado al cuidado de la mula. Entre ambos dominaron a golpes al hombre y, con el cíngulo o cordón de la sotana, le ataron de manos. Algún fisgón vio la extraña comitiva que entraba por una bocacalle de la villa. Pronto la gente, aún en ropas de dormir, se hicieron presentes para escuchar de boca del cura que sus manos consagradas par los oficios divinos, también se podían batir a trompadas en el rito de la eucaristía.
LA PENITENCIA NO CUMPLIDA
También vino a mis remembranzas de aquella noche, la leyenda de don Antón García y Bonilla. Tres personajes figuraron con igual nombre en la historia de Ocaña. El primero vino de Pamplona, donde había sido uno de sus fundadores, al Valle de Hacaritama, con sus reses y esclavos. La Corona de España, en pago de sus servicios, le dio la encomienda de San Roque de Aguachica, gigante extensión de planadas que iban a las propias orillas del río de la Magdalena. Su nieto, con ese mismo nombre, heredó las propiedades. Se casó con María Téllez Blanco, la hija de un alférez real.
Se cuenta que, para satisfacer el solaz de su esposa, desvió las aguas del río para hacer una ciénaga que se llama de Patiño o de doña María. La fama de su fabulosa riqueza, que tenía enterrada en cofres henchidos de morrocotas, la de su apego a los ritos de religión y sus limosnas a conventos, llegaba a muchas leguas castellanas. Algunos añaden que por las noches raptaba doncellas, jinete en su caballo, pero, por su poder de potentado, hacía que su influencia superara el alcance de los alguaciles, regidores y alcaldes. Un día enfermaron sus hijas y sobrinas de un mal severo que las puso en peligro de muerte. Sin esperar las luces del día, él y alguno de sus esclavos, hundieron espuelas en los ijares de los corceles para llegar a media noche al templo de Santa Rita de Casia, en la villa de Ocaña.
A esa hora, rodilla en tierra, pide el milagro de la vida para sus seres amados, con el voto de una penitencia a la santa italiana de Raccaporena. Cuando regresó con remedios del mal en las alforjas de las cabalgaduras, encontró con salud plena a su querida familia. Santa Rita había cumplido. No así él con la promesa ofrecida, por olvido o despreocupación. La vejez vino y con ella su fin terreno. Ahora su alma en pena recoge sus pasos con una capa negra, su sombrero de alas anchas levantado de un lado con una prensilla de plumas rizadas, en su caballo azabache que bota un resuello de fuego por los ollares de sus narices y un chispero de pedernal que levantan sus cascos sobre las lajas del empedrado.
Con las apariciones en las noches sin luna, algún desvelado vecino lo ve deambular por las calles rumbo al Templo de Santa Rita. Además, dicen que, a esa hora de la noche, visita las casas y cortijos que fueron suyos, y que algún castigo de acalambramiento del cuerpo sufren quienes importunan con su presencia los sitios donde su alma vaga en penitencia.
Sumido con los recuentos de tales historias y mitos, en el camino de El Mortiño, no había reparado en el mutismo de Abel Alonso, el conductor del campero de la Beneficencia, por cuanto creí oportuno conversarle algo para evitarle algún sueño de parpadeo que nos hiciera peligrar en esa vía de abismos. Entonces le narré la leyenda de don Antón y sus apariciones por todo el ámbito de Hacaritama, sin ocultarle que íbamos a alojarnos en una de sus famosas heredades.
Dos horas antes de medianoche, llegamos. La casa estaba circuida de amplios corredores con baldosas de terracota y techo de entejado español. Me agradó encontrar unos estantes repletos de libros de todo tipo. Le señalé a Abel un dormitorio para que eligiera cama. Unas cobijas con lanas de recental, dispuso alguna señora que atendía en tal lugar. Entusiasmado por el tesoro de la biblioteca, ya abrigado y a la luz de una lamparilla de mesa, me dispuse a leer con el mejor gusto. Sería medianoche cuando oí la voz de Abel con un timbre de pánico diciéndome que escuchara el paso del caballo de Antón García. Sentí ruido de cascos de equinos sobre la vía, a poca distancia, que conducía al Santuario del Agua de la Virgen. Con mal genio y alguna palabreja de regaño, le dije que ese era un carreteable público por donde transitaban animales en soltura.
Una jícara con cacao batido fue “el puntal” que degusté al despertar, traída por la mujer del mayoral. Llamé a Abel que se había ido a la vivienda de los corraleros. Venía con un caminar cojitranco, cara de dolor y las ojeras de un despiadado trasnocho. Me dijo que tenía el mal de la varilla en el cuello y encogida la espalda. Como razón de su achaque dijo que cuando se acostó, la cama estaba blanda pero luego se puso rígida como una laja. Revisé dónde había dormido y debajo del colchón descubrí una escopeta con una funda de cuero. Entendí su noche de terror. Un linimento y ungüento de clavos de la India con frotes de toalla, fue el auxilio que allí le prestaron. A poco llegó don Francisco Carvajalino con el afán de brindarme una atención.
Entendí entonces por qué era un caudillo entre sus nietos y los sobrinos de su esposa, quienes le hacían rondas festivas con un devoto cariño. Mandó aperar dos caballos finos de su cría para irnos en fuga, según su expresión, antes de que apareciera su esposa Silvia Ribón, tía carnal de Mary, mi consorte. El plan era llegar a Pueblo Nuevo, donde, según su decir, había mujeres hermosas. Antes de montar las bestias llegó la tía Silvia con empanadas y una jarra de horchata. Entonces don Pacho, como le decían los más íntimos, pasándose el dedo índice por la garganta con el signo del degüello, me dio a entender el fracaso de la correría galante.
Dos días después dispuse el regreso a mi ciudad de los Santos Reyes de Upar. Al llegar al sitio del Alto de Sanín por una carretera de asfalto rugosa, divisamos el cañón que llega a la gran explanada de Aguachica. El color naranja ambarino de los barbatuscos y morado amatista de los gualandayes sobre el verde esmeralda de los carrascales leñosos, hacía un despilfarro de tinturas. Era la florescencia de mayo. Seducido por el vistoso atavío del boscaje, se me ocurrió repetir las rimas de Gustavo Adolfo Becker: “Y era tal el candor que en las cosas había/ que daban como ganas de besar el ambiente”.
Inhalé con deleite todo el aire que me cupo. Lomas abajo no pude menos que sonreír al recordar la represalia de Antón García y Bonilla, quien había impuesto su suplicio de calambre petrificando el cuello y la espalda de Abel Alonso, por haber invadido los espacios en que su espíritu vaga errático en expiación de culpa por una promesa a Santa Rita, que había quebrantado por olvido.
El sol estaba en el punto medio del cenit. Miré el reloj de tablero electrónico comprado en una tienda de baratijas. Eran las 12 meridiano del 22 de mayo de 1983, día de Santa Rita de Casia, abogada de los imposibles.
Ciudad de los Santos Reyes de Valle de Upar, noviembre 26 de 2020.
Por Rodolfo Ortega Montero.