MISCELÁNEA
Por Luis Augusto González Pimienta
Era fin de semana. Salí con mi mujer a hacer las compras en un almacén de cadena. Como cosa rara estaba descongestionado, así que bien pronto nos surtimos. Comencé a pasar los artículos por la caja registradora con la satisfacción de saber que quedaba desocupado para hacer lo que me placiera. Mi sonrisa se convirtió en un rictus cuando al sacar la billetera comprobé que no portaba la tarjeta débito con la que suelo pagar. Busqué por todas partes y no la hallé. Ante mi desespero, mi mujer usó su tarjeta de crédito y pagó la cuenta.
En el camino de regreso comencé a recapitular mis actividades de los días previos, pues ya tenía la convicción de que había extraviado la dichosa tarjeta. No obstante, al llegar a la casa busqué en todos los rincones posibles y en la ropa que me había quitado la víspera. Fue inútil. Recordé entonces que acostumbro a guardar el último comprobante de retiro de dinero en cajeros. Lo busqué y establecí que el jueves anterior, antes de siete de la mañana, había hecho la última extracción. Teniendo en cuenta el valor de esa operación y el cupo máximo autorizado para retiros diarios, deduje que el portador que pudiera acceder a la clave tuvo tiempo de sobra para vaciar mis descaecidos fondos.
Preocupado como andaba, procedí a hacer lo que se estila en estos casos. Llamé a una línea de servicio al cliente que funciona las 24 horas del día y ordené bloquear la tarjeta y la cuenta. Me dieron instrucciones de que pusiera un denuncio y lo llevara el lunes temprano al banco. A todas éstas no pude obtener el saldo, de manera que la mortificación persistía.
En medio del atafago se presentó a cobrar su trabajo el obrero que había estado pintando mi casa. Mi mujer, más sosegada que yo, sugirió que pidiera un avance en un cajero automático con la tarjeta de crédito y le cancelara al operario. Así lo hice después de someterme a una larga cola y de guardar con sumo cuidado el instrumento magnético.
Hecho lo anterior, partí nervioso hacia una inspección de policía a formular el denuncio, con tan mala fortuna que no pudieron recibírmelo porque tenían la máquina de escribir dañada. A punto de marcharme, una vecina de la inspección se compadeció y prestó una máquina en donde asentaron el aviso de la pérdida de mi documento.
Un poco más sereno, que no tranquilo, opté por arreglarme las uñas y como ya se lo imaginarán, la manicurista no me pudo atender porque había muchos turnos por delante. La tanda de situaciones negativas me abrumó y para evitar más contratiempos resolví recogerme en el hogar. Claro que faltaba el colofón: al subirme al carro me di un golpazo con la punta de la puerta. Estaba claro, no era mi día.
Dicen que después de la tempestad viene la calma. Pues sí. El lunes temprano, denuncio en mano, me presenté donde el secretario del banco y expuse mi caso. No bien había terminado, el empleado me mostró una tarjeta y me preguntó si era la mía. Por supuesto que lo era. Ya en ese momento poco importaba. Lo que me interesaba era el saldo, y al dármelo comprobé que no hacía falta un solo peso. Inquirí sobre como llegó a sus manos la cartulina, y me respondió que un ciudadano la encontró en el cajero el día jueves y se la entregó.
Habilitada mi cuenta todo volvió a la normalidad. Del sofoco no quedó sino este recuento y los agradecimientos para el individuo no identificado que devolvió la tarjeta. Sea éste el reconocimiento público a su buen proceder que nos reconcilia con la humanidad y nos alienta a esperar un mejor mañana. Ya tengo un nuevo amigo, aunque anónimo. Espero que pueda leer estas líneas para que se entere de que su gesto no pasó inadvertido y es ejemplo de cómo procede un buen ciudadano.