No cabe duda que la democracia es complicada y el populismo busca simplificar mediante el ejercicio de la voluntad de un hombre fuerte que lo dicte todo, o por consulta directa al “pueblo”, sea a través de sus ministros, de los congresistas complacientes, de los tribunales obsecuentes, de los medios obedientes. Sin embargo, una tradición democrática debe velar porque eso no ocurra. Esta debe ser robustecida constantemente y efectivizar sus ejecutorias administrativas a fin de quitarle protagonismo populista y atractivo al hombre fuerte.
Es evidente que el poder del Estado deriva del pueblo, pero lo extravagante del populismo es pensar que la voluntad del pueblo sólo la representa su ideología y su caudillo, y que por tanto puede acaparar todo el poder político. Curioso es que esto lo creen, aún no siendo mayoría. Lo creen, porque místicamente se consideran investidos por la voluntad del “pueblo”, de manera cuasi religiosa, y sentimentalmente esto suele funcionar.
Es más, es su fortaleza. Y si no, convoquemos el terrible recuerdo de la propaganda del pueblo alemán nazi “Un pueblo, un país, un líder”. Del viejo dictador venezolano Juan Vicente Gómez se comenta que estaba tan identificado con el “pueblo” que cuando le dolía determinada parte del cuerpo él sabía qué provincia venezolana estaba afectada por algún mal. Y es que los gobernantes dictadores han sido como un dios para sus idólatras, y sus disidentes una especie de herejes, traidores. Por consiguiente los populistas serían los únicos representantes de la verdad. Los populistas expropian para sí, la expresión “pueblo”. Por esto, el populismo es una amenaza sin tregua para la democracia, que tiene variadas opiniones y determinaciones, al revés de la única opinión dictatorial.
Por otra parte, decimos que el populismo no sólo se conforma con pretender la autoridad política, sino que procura comprometer la independencia de otros tipos de autoridad, por ejemplo, la relativa a las instituciones prestadoras de salud y politizarlas, intervenir tribunales judiciales y universidades, medios de publicación propagandísticos, etc. Pues de lo que se trata es ejercer el gobierno del pueblo para el pueblo, pero no de manera democrática, sino mediante la personalidad de un líder supuestamente mesiánico, que aumente los latidos del corazón humano. El populismo es una secta política semi religiosa. No así los partidos políticos tradicionales y de ahí la desventaja comparativa de estos, más racionales.
Sin embargo, debo decir que hay no pocas personas desengañadas de los representantes de los partidos políticos tradicionales que quisieran ver en el populismo, una expresión honesta de muchas realidades sociales. Más, infortunadamente, estos son los que terminan sumándoles los votos que los populistas de verdad aprovechan para llegar al poder político con su hombre fuerte “revolucionario”, fingiendo de demócrata.
El compromiso social ético apuesta por la honestidad en la administración pública, como garantía de verdadera convivencia ciudadana, en la verdad y en el orden, dos ideales no fáciles de coexistir. Se supone que en una democracia ello se garantiza mejor que en un gobierno populista, en razón de los contrapesos institucionales propios de aquella y de que carece el populismo. Su líder, en cambio, convoca directamente a “su pueblo”, para que le apruebe las reformas sociales en que está interesado. Esto es un esguince doloroso a la democracia pues existiendo el Congreso no es democrático desconocerlo.
Es una falacia, y otro mal precedente, pues el presidente Santos hizo otra jugada a la inversa con el plebiscito en el año 2016.
Por: Rodrigo López Barros.