Alonso Sánchez fue mi amigo. Amigo de los que explotan en verdades sin inmutarse dado su temperamento pasivo, en donde los misterios profundos de esta región y sus gentes conocía al dedillo, dado su espíritu en donde las suposiciones asumidas coincidían con la verdad, que hacía su carrera en un entorno marcado por el manejo de las costumbres, que a su vez hacen parte del entretenimiento de sus gentes, a quienes como jueces morales sancionan en sus conductas como árbitros del desarrollo y del progreso que da el sentido de pertenencia de una tierra, que hizo con mucha razón suya, todo el tiempo, como defensor de la gente que lo merecía y, por supuesto, sancionador de aquellos que bajo la crítica constructiva sana resaltaba sus errores y actos desconsiderados.
Amante de esta tierra, su tierra, y defensor a morir de los actos buenos de la gente, no solo buena, sino de la que manejaba con los sacrificios a la vista la defensa de lo nuestro.
Trabajamos de la mano en algún tiempo y como conocedor empírico de los manejos sociológicos de sus gentes en lo público, me marcaba las pautas y procedimientos para los equilibrios políticos del cargo que ocupaba en aquel momento en donde las buenas y sopesadas decisiones eran mucho mejor que los desconciertos y misterios que sembraban algunos partidos políticos, débiles ante las realidades de una buena administración pública en donde el rencor era juego acostumbrado en la dirigencia de los partidos y el chisme no se resistía a las costumbres del medio.
Por su entendimiento y manejo inculcado se pudo sacar adelante programas relevantes para el progreso de la ciudad; él, como secretario de Gobierno y yo, como alcalde de Valledupar.
Últimamente era asiduo lector de mis escritos y me recordaba e insinuaba escribir temas relevantes en las leyendas vallenatas, que han permitido tener al tanto a sus gentes de muchos acontecimientos interesantes en la vida de este pueblo.
Nunca le hizo daño a nadie y su ingenuidad y respeto al desempeño de la gente le hizo caer en las trampas de los aprovechadores y comerciantes del destino, que abusaron en los temas de defensa de sus pocas cosas, y en cuestiones de los tratados inciertos que esconden de las oportunidades que podrían permitir los años viejos para con la gente noble, que lo que hacen es arropar con el engaño y así negar en el otoño de sus años la oportunidad de encontrarse con la tranquilidad que merece un buen hombre; sin embargo y contrario a las circunstancias, se preocupó constantemente por cada acontecer en este pueblo a quien hoy cariñosamente me atrevo a llamarle en su trance hacia el mundo de los dioses como “el guardián de la ciudad”.
La constante preocupación por sus amigos más allegados se convirtió en un estigma de visitas constantes, que terminó, sin nunca tomar un taco, en el más asiduo billarista de los salones del club Valledupar donde con sus comentarios y anécdotas animaban el ambiente de los más empedernidos jugadores, que nunca progresaron en el juego, pero sí en afecto y fraternidad.
Para vencer a la muerte hay que estar preparado para la soledad de la vejez, cosa que no pudo suceder en él, pues su querida esposa también fue su guardián y no le permitió nunca reunión alguna con el silencio de su propia tristeza.
Los que tienen sentido de pertenencia por su tierra, más que cualquier otra clase de ciudadanos, son los verdaderos guardianes de sus puertas a pesar de que sus llaves las entregan por ese instinto de la amabilidad y confianza a muchos no merecedores de los encantos que le son propios.
Por Fausto Cotes