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Alfonso López Michelsen y su ‘palabrerío’ revolucionario

Siempre les escuché a los mayores, “que existía un hombre en Bogotá muy ligado a la provincia por razones de sangre y que no hacía más que ayudarnos”. La primera vez que lo vi, tenía 9 años. Mi padre, quien hizo parte de la delegación guajira que apoyaba a Luis Enrique Martínez, me había llevado al primer Festival de la Leyenda Vallenata.

No he podido olvidar, que al lado del palo de mango, estaba una tarima de madera y un micrófono alto por donde hablaban. Mi padre y sus paisanos gritaban, cada vez que Luis Enrique Martínez tocaba. Eso iba y venía gente. Todos tenían su predilección por uno u otro acordeonero. A mi padre le oí decir con rabia, en la noche: “nos robaron. El pollo es el mejor. No hay por aquí quien toque mejor que Luis Enrique Martínez”. Muchos años después, entendí varias de las situaciones que presencié en ese evento.

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Estaba cayendo la tarde. Se veían muchos amagos de lluvia. Mi padre me lo mostró. Era un hombre delgado y de cachetes rosados. Tenía unas gafas de vidrios gruesos, camisa manga larga abotonada, pese al calor. Él escuchaba con detenimiento a los acordeoneros. Era parco, cada vez que iniciaba y terminaba la ejecución de los músicos. Al lado de él, estaba una persona con corbata, camisa manga larga, que siempre lo retenía del antebrazo y le hablaba al oído, que luego supe, por boca de mi papá, era Rafael Escalona. No los volví a ver más.

Cuatro años más tarde, junto a Delfido Rivero, Javier Daza y Jorge Luis Martínez estuvimos en el quinto Festival, acompañando al cantante Jorge Oñate y los Hermanos López. Tenía trece años. Ahí estuve con mi papá, quien era seguidor de ellos porque su música, tenía mucho sabor guajiro y todo lo que se le pareciera a Luis Enrique Martínez era para él, grande y de respeto. Eso también lo vine a entender después.

A partir de ese momento, empecé a valorar lo que significaba Alfonso López Michelsen para nuestra tierra como defensor de nuestra música y de muchos procesos sociales y políticos en la provincia.

De él se dice, con justa razón, que es el creador de la idea que une lo religioso, la fiesta de la virgen del Rosario y lo profano, la mezcla de lo indígena, mestizo y zambo, a través del acordeón, caja y guacharaca, situación que fue acolitada por muchas personas, entre ellas, los hermanos Armando, Darío y Roberto Pavajeau Molina, en cuya casa se le dio formal bautizo al festival con el sonido impetuoso que el acordeón podía brindar, mientras las eternas parrandas de Rafael Escalona, Andrés Becerra, Alfonso Cotes y Alfonso Murgas, eran amansadas por la delicadeza femenina de Consuelo Araujo Noguera y Miryam Pupo de Lacouture, al tiempo que la voz sonora y llena de protesta del pintor Jaime Molina Maestre, se hacia sentir en cada uno de los cuatro rincones de la plaza.

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Ese triangulo lleno de música por parte de quienes llegaban a concursar, se repartía entre la casa de Hernando Molina, los Pavajeau y la casa del ilustre político, que se vitalizaba con o sin su presencia física, quien la mayoría de las veces, gestaba los más sesudos análisis, que llenaba los café de Valledupar, cantinas y casas de citas, que duraban semanas, machacando el mismo tema. Unas veces, alabándolo y otras, en la mayoría de los casos, dejándolo si nada que ponerse. Así era y sigue siendo nuestra provincia, en donde la reputación dura menos que el canto de un gallo.

Pero Alfonso López Michelsen, viniera o no al festival, era un cerebro que cada vez que abría la boca ponía a pensar al país y por qué no, a los valduparenses y de paso a ciertos grupos del Cesar, quienes pese a sus diferencias de todo tipo, no dejaban de reconocerle así como lo hizo toda Colombia, que con él, la retórica argumentativa adquiría su verdadera dimensión.

A través del tiempo, Alfonso López Michelsen supo comprender la esencia del canto vallenato, que unido al sonido del acordeón, caja y guacharaca, permitió dimensionar la canción que logró recorrer caminos inusitados, todo debido a su formación y sus constantes viajes, pudo darle la dimensionalidad que tenía esa música de la provincia, con sus diversos cambios, que otros muy cercanos a él vivían, pero que no podían aceptar. Caso especial Gustavo Gutiérrez Cabello.

Sin dejar relegado el pasado de nuestra música, unas veces, recogía las voces de Carlos Araque, Juan López y Juan Muñoz como base de un pasado de la música campesina, al tiempo que le gustaba la manera de tocar de Luis Enrique Martínez y Alejo Durán que como dos gladiadores se peleaban el sitio de honor como los más reconocidos de ese tiempo, sin dejar de lado, los mensajes envueltos en piquería que se mandaban Emiliano Zuleta Baquero y Lorenzo Morales Herrera, cuya base contestataria reforzaron la píqueria que sostuvo Francisco Moscote y un diablo que apareció con forma de acordeonero, tratándole de ‘fregar’ la vida. Pero si eso lo entendía como fenómeno de la más pura tradición oral, sus opiniones se abrían a los cambios que el pueblo de Valledupar sin darse cuenta construía, en la que dejaba de ser la aldea de unos cuantos para convertirse en la ciudad de todos y de nadie.

En esa renovación, la música de Rafael Escalona jugó un papel determinante, quien a través de sus viajes itinerantes y su nueva visión literaria que contrastaba con la de los campesinos, su literatura transformó el rostro de la nueva canción para erigirse como “el Cervantes del vallenato”.

Toda esa manera distinta de contar los hechos con un fino lenguaje, pero conservando la conexión con los anteriores valores de nuestra música, hizo de este personaje, la figura para mostrar lo que estaba ocurriendo en la región y el Caribe como tránsito perfecto a la Nación.

Esa ruptura la entendió Alfonso López Michelsen y en un acto de sabia compinchería la llamó “cipote ángel”, que no era otra situación, que darle escritura real al uso de las melodías de esos hombres analfabetas y ponerlas a transitar por el mundo en las voces del cantor que se atravesara, con el discurso que solo un hombre como Escalona podía expresar.

Pero si eso por los lados del compositor Patillalero ocurrían tantos hechos, no era menos la situación que vivía Gustavo Gutiérrez Cabello, un joven Valduparense que tenía en García Lorca, Atahualpa Yupanqui y Agustín Lara a los elementos más cercanos, aún estando tan lejos de su tierra vallenata, para confrontar y fortalecer su lírica. Eso también lo entendió Alfonso López Michelsen, por una sencilla razón.

Esos cantos adoloridos que emitía el novel compositor Gutiérrez Cabello, tenían la fuerza citadina y cierto toque andino, lo que llevó en más de una ocasión, aún con sus más cercanos contertulios a quedarse solo, mientas que el hombre del discurso claro, lo comprendía porque él también tenía sus espinas que le recorrían el alma. Ese canto desgarrador de Gustavo, encontró eco en el político, pero ante todo, en el hombre que se enamoraba, que bebía por semanas y saboreaba los encantos naturales de los altos sardineles del viejo Valledupar.

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Su formación y nivel social no fue óbice, para que Alfonso López Michelsen entendiera la idiosincrasia del Magdalena Grande, en especial al Cesar y su gente. Siendo un liberal de rancia extirpe, su visión socialista lo llevó a compartir en largas tertulias, con los conservadores de la provincia y con aquellos que aún siguen pensando, que el no resolver los problemas sociales como el desempleo, la inequidad, la tenencia de la tierra en pocas manos, entre otros, pondrían al país como en efecto está ocurriendo, en serias dificultades.

Pero así como llegó, un día le tocó partir al hombre que había bebido de la sabia de los viejos provincianos y que en su recorrido también incidió sobre la suerte de todo el vasto territorio cesarense. Se marchó a la tierra de donde había llegado unos años atrás. Nuevos retos se abrían a su camino.

El país acogió al hombre político, al dirigente de grandes aportes, al que nuestra provincia tuvo en su seno y lo consideró un vallenato más. Pero él, pese a sus logros, seguía pensando en la tierra de sus ancestros, en la de sus amigos, en la de los provincianos con los que llegó a confundirse en un fuerte abrazo, que nada tenía que ver con estrato o en los amores furtivos que la luna vallenata le acolitó. No había problema en la provincia que no llevara el sello de su voz activa. Cualquier disputa partidista, problema de compadres y más de una queja amorosa, tenía en su arreglo, la bendición de López Michelsen.

Muchos años después, mi padre me sorprendió un día a finales de la década del 70. “Me voy para Bogotá. Estaré en el encuentro de las dos Colombia”. Después de su regreso y explicación detallada de los eventos que vivió, entendí que Alfonso López Michelsen era para nuestra tierra, una especie de hada madrina en manos de la niña Ceci y él como rey Midas, se convirtió en un hombre insustituible, en donde a través de su mano tendida a todo lo que oliera a provincia, fue de todos y para todos.

Su nombre se pasea como pedro por su casa, a través de los recuentos de hechos que más que anécdotas, sustentan su palabrerío que como una gran mecha revolucionaria, prendió el sentido de partencia que siempre ha acompañado a los cesarenses, a diferencia de otros departamentos, situación que en gran medida, estimuló a muchas generaciones y ayudó a construir determinantes hechos promisorios, que la violencia, la corrupción política y administrativa han pretendido acabar.

*Escritor, Periodista, Compositor, Productor Musical y Gestor Cultural proponente, para que el Vallenato tenga una Categoría dentro de los Premios Grammy Latinos.

Por: Félix Carrillo Hinojosa*

Categories: Cultura
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