El carpintero de Nazaret llegó a la orilla del lago de Galilea. Muchas personas lo habían seguido hasta allí, motivados por las palabras del Bautista que lo señaló como “El Cordero de Dios” y por las propias palabras del joven maestro, llenas de esperanza y de una sorprendente autoridad. En el agua había dos embarcaciones.
Dos grupos de pescadores estaban limpiando sus redes después de una noche en la que, en vano, intentaron perscar algo para comer al día siguiente. Tal vez no era la primera vez que fracasaban, pero el fracaso siempre deja un sinsabor en la boca de quien ha gustado el triunfo aunque sea una vez en la vida. Los experimentados pescadores habían fracasado aquella noche y al cansancio físico se sumaba ahora el sabor de la derrota.
El lago les había negado los peces y de nada había valido su pericia.
Cansados, somnolientos y hambrientos, querían ya marcharse a casa y tratar de recobrar fuerzas para intentarlo de nuevo la noche siguiente. En eso consiste la vida humana: algunas veces fracasar, otras veces alcanzar las metas, pero nunca dejar de intentar. Sin embargo, esta historia dará un giro súbito y añadirá un nuevo elemento. Jesús subió a una de las embarcaciones. Ni Pedro ni sus compañeros querían eso, ellos sólo deseaban descansar. Ahora un maestro judío daba un sermón al pueblo desde su canoa. Había que esperar.
Por fin terminó la prédica, ya era hora de volver a casa, pero… Jesús manda: “Rema mar adentro y echa las redes para pescar”. La paciencia humana tiene un límite y los pescadores son humanos. Han pasado la noche tratando de pescar, ellos han sido pescadores toda su vida, saben que la mejor hora para atrapar peces en aquellas aguas es la noche, no han logrado atrapar nada, están al filo de sus fuerzas físicas y un predicador que, por su aspecto, se ve que no ha tocado una red en su vida, les dice ahora qué hacer. ¡Vaya! Pedro lo deja claro: “En tu nombre echaré las redes”. Es como si dijera, “Lo haré porque tú lo pides, no porque sea mi idea. De hecho, es una idea absurda. Si fracasas, como creo que lo harás, no me culpes a mí”.
Los remos vuelven al agua y se tensionan los músculos cansados de aquellos hombres. La barca se aleja de la orilla y un silencio incómodo se respira en el ambiente. Pedro alista la red y, con la fuerza que le queda, la lanza una vez más. La pesca fue abundante, fue milagrosa. Las redes amenzaban con romperse y hubo que hacer señas a los compañeros para que vinieran a ayudar. Entonces Pedro cae de rodillas ante Jesús y suplica: “aléjate de mí, que soy un hombre pecador”. Es como si dijera: “No di crédito a tus palabras, confié sólo en mi experiencia y mis conocimientos, me constituí en elemento último de la realidad y, a todas luces está claro que soy simplemente un pescador, que mi experiencia (adquirida por siempre intentar, fracasar algunas veces y algunas veces tener éxito) puede verse enriquecida por la ayuda celestial” ¡Aléjate de mí!
Es curioso que Jesús hace todo lo contrario a lo que le pide Pedro: se acerca, lo levanta y le pide no tener miedo. Además le encomienda una misión: “De hoy en adelante serás pescador de hombres”. La razón por la que el hombre piensa que debe alejarse es la misma por la que Dios decide estar más cerca: el pecado. Pero, ¿qué es el pecado? Trataremos de ello en nuestra próxima columna. Feliz domingo.