Los dictadores en todo el mundo, de izquierda o derecha, tienen los mismos comportamientos: son narcisos, ególatras, intimidantes, sádicos, despiadados, mentirosos, tiranos e insaciables de poder. Stalin, Hitler, Mussolini, Franco, Gaddafi, Lushenko, Kim Jong Un, Pinochet, Videla, Idi Amín, Trujillo y otros más, han tenido la misma personalidad.
Muchos disimulan escondiéndose detrás de una dictadura constitucional con tiempos y circunstancias diferentes. Cuando alguien asume el poder mediante autogolpe armado o por un movimiento insurreccional, se espera que ejercerá el poder con todo el perfil del dictador, tierra arrasada, sin preocuparse de las formas. Pero cuando lo hace por la vía democrática, esto es, por el voto popular, debe comprometerse, sin trampas, con los convenios institucionales pactados en la Carta Magna.
Sin embargo, en algunos surge ese dictadorcito que llevan por dentro y que han escondido toda la vida. Algunas señales son evidentes: manipulación o supresión de las elecciones, creación ficticia de enemigos internos, ilegalización, eliminación o persecución de los partidos adversos, interés ilimitado por retener el poder, supresión del Estado de derecho, monopolio de los medios para desorientar a la opinión pública, concentración del poder y recursos del erario por una élite, banalización de los verdaderos problemas entreteniéndose en lo superfluo e intervención en la política de los gobiernos vecinos cuando estos no les son afines; estas y otras patologías hacen parte del ADN del dictador.
La CPC de 1991 abrió una esperanza y estableció unas instituciones y reglas para mantener un sano equilibrio en el accionar del Estado pero la psicopatía, que a veces ataca a las democracias, en 2004 permitió que un engendro dictatorial rompiera ese equilibrio en favor del presidencialismo, sustentado en el falso principio del Estado de opinión. Este “articulito”, aparentemente inofensivo, permitió que dos presidentes tuvieran periodos de ocho años cada uno, más la ñeñe-ñapa, aunque la idea era imitar a Venezuela, a Nicaragua, poco paradigmáticos para gobernar según algunos, así Colombia no sea un modelo.
El daño causado al país es casi insubsanable, la moral pública se relajó, la mafia se fortaleció, la nación retrocedió y los valores fueron sepultados. Desde entonces, la viabilidad de replantear nuevas propuestas y formas de gobernar han sido macartizadas, el miedo y el terror son el dogma de la elite gobernante. Ahora, de nuevo, estafetas del gobierno en el Congreso lanzan la idea de prolongar por dos años su vigencia y la del presidente Duque, como si esto fuera un partido de fútbol. Aparentemente la autoría de la propuesta es de los firmantes, pero solo después de que esta se desplomara por su gran despropósito, fue desautorizada por el gobierno y por su jefe, aunque parece que fue una bengala para ver cuánto brillaba. Qué bueno que alguien haga el trabajo sucio por uno. Si algo hay que defender en una democracia es la sana alternancia en el poder de todas las escuelas e ideologías, con propuestas y formas civilizadas, sin genocidios ni clausuras. La culebra está viva.