Habían sido días extenuantes. Después de haber recorrido Judea, el Maestro decidió abandonar el territorio de Israel e introducirse en Jericó, la misma ciudad amurallada con la que se había encontrado el pueblo al entrar en la tierra prometida, comandados por Josué, siglos atrás. Con esta visita a Jericó, Jesús demostraba una vez más que Dios no está matriculado exclusivamente con ningún pueblo, raza o religión. Hemos sido los seres humanos quienes, a través de los siglos, hemos querido encerrar a quien es la Libertad misma en las paredes de una catedral, los preceptos de una religión o la aceptación de doctrinas salidas de los caprichos e interpretaciones de cualquier aparecido. Perdón por la sinceridad.
Jesús fue a Jericó y, por supuesto, predicó allí, invitó a sus ciudadanos a aceptar el amor gratuito del Creador y a cambiar de sus vidas todo aquello contrario no a la voluntad de un Dios déspota y caprichoso, sino a la dignidad de la naturaleza humana. No me cabe la menor duda de que ocurrió en aquella ciudad lo mismo que ocurría en “tierra santa”: algunos aceptaron su invitación y otros la rechazaron. El evangelista no cuenta los detalles ni todo lo que hizo o dijo Jesús. Los “literalistas” (estoy seguro de que la palabra no existe pero el lector entenderá a lo que me refiero) deberían aprender esto muy bien: no todo está dicho en la Biblia ni todo lo que está dicho es literal. No podemos inferir que Jesús nunca se bañó del hecho de que nunca los evangelistas lo mencionan con una totuma en la mano. Hablando de totumas, espero que quien sea que gane las elecciones a la alcaldía de San Diego, nos haga realidad el sueño de no volver a bañarnos haciendo uso de estos tradicionales contenedores, cuya noble y principal utilidad debe ser la de contener el sancocho, no la de arrojar agua sobre nuestras cabezas. Hasta ahí mi catarsis.
El Maestro termina su faena en Jericó y se dispone a salir de la ciudad. Lo acompaña, como de costumbre mucha gente. Se trata de personas que le han creído, pero también de algunos infiltrados de parte de los escribas y fariseos, que buscaban sorprenderlo en alguna declaración errada para tener así de que acusarlo. Mucha gente va con él. A las afueras de la ciudad hay un hombre, sentado a la orilla del camino. Se trata de Bartimeo, un ciego que pide limosna pero que, al oír que quien pasa es Jesús, comienza a pedir algo más que unas monedas. Su grito se eleva por encima de las voces de la multitud y su petición llega a oídos del Nazareno: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”
Algunos le pidieron que se callara, que no molestara al Maestro, pero él seguía gritando. Jesús se detuvo y lo mandó llamar. Alguien fue por él: “¡Ánimo! Levántate, porque Él te llama”. El ciego soltó su seguridad, dio un salto, dejó caer su manto, no le importó la totuma de las monedas y llegó a los pies de Jesús, quien le preguntó: “¿Qué quieres que haga por ti?” No lo dudó un instante, tenía bien definidas y orientadas sus prioridades, no pidió dinero para no tener que volver a mendigar o cualquier otra cosa… “¡Señor, que pueda ver!” Y entonces sus ojos se abrieron y, lleno de una inmensa alegría, comenzó a seguir a Jesús por el camino. No regresó por su manto ni tampoco por sus monedas, porque quien ha descubierto el tesoro pierde todo interés en lo demás. ¿Qué le pedirías tú a Jesús si te lo preguntara?