BITÁCORA
Por: Oscar Ariza daza
Son las ocho de la noche del viernes 10 de Septiembre, Valledupar está cubierta por una leve llovizna como colofón del aguacero que se mantuvo constante, desde las seis de la tarde, dejando una sensación de soledad en las calles que se interrumpía a ratos con el paso de algún carro que a velocidad salpicaba agua hacia los costados.
Una pareja de jóvenes se desplaza en una moto Yamaha RX color negro por la calle 9D con Carrera 11, cuando son embestidos por una camioneta azul que emprende la huida sin dejar mayor rastro que parte de su defensa delantera en el pavimento.
Sobre la carrera 11 queda tendida la moto que aprisiona la pierna izquierda de Adalberto Hernández Meza, estudiante de microbiología de la Universidad Popular del Cesar, quien permanece inconsciente. La joven acompañante, aturdida, pide ayuda a quienes pasan por el sitio de la tragedia. En pocos minutos la calle se llena de curiosos y solidarios que desafían la pertinaz llovizna para ayudar a socorrer al accidentado, que empieza a reaccionar. Muchos de los asistentes gritan con vehemencia pidiendo auxilio al descubrir que el joven universitario aún vive.
A pesar de su estado, producto de las fracturas que se pronuncian en su pierna izquierda, las múltiples heridas en sus brazos y la sangre que brota intermitente de su cabeza y boca de donde se han desprendido algunos dientes, Adalberto, un muchacho de apenas 20 años pide ayuda sin que alguien se atreva a levantarlo por temor a que las lesiones sean graves y un movimiento brusco termine poniendo en riesgo la vida de la víctima. Muchos marcan el 112 y el 1, 2, 3 para dar aviso a la Policía Nacional, pero después de tantos intentos durante más de diez minutos, las líneas que deben ser de atención inmediata no son contestadas y el joven permanece tirado sobre el piso mojado por una leve corriente de agua que expande el escandaloso color de la sangre que brota de su cráneo.
Cuando los presentes, en un gesto de solidaridad deciden trasladar al universitario, ante la sordera de las líneas de atención de la Policía Nacional, por coincidencia, una patrulla pasa por el sitio y le piden colaboración. De inmediato, los uniformados solicitan una ambulancia para trasladar al herido ya más recuperado, pero angustiado por el dolor y el miedo a morir, pidiendo la presencia de su familia. –Avísenle a mi papá, gritaba el muchacho mientras descifraba número por número el teléfono de su casa.
Los agentes tratan de calmar a los presentes y explican el procedimiento normal, para esos casos. Hay necesidad de esperar a la ambulancia que debe venir en camino afirma uno de los policías, mientras la gente reclama celeridad en la ayuda por temor a que el herido pierda más sangre y termine muriendo sobre el pavimento.
Cuarenta minutos después la policía sigue haciendo múltiples e infructuosos llamados al servicio de ambulancia. El joven ya tiembla de frío, dolor y desesperación en medio de las gotas que no cesan de caer. ¡Ayúdenme por favor, llévenme a una clínica !, implora el universitario ante la mirada impotente de quienes tratan de calmarlo para que permanezca inmóvil, mientras la indiferencia del servicio de salud deja el sinsabor de que la vida no vale nada, menos para quienes están encargados de salvaguardarla.
Frente a la discusión de llevar o no por iniciativa propia al accidentado debido a la negligencia de los servicios de emergencia surgen en los presentes interrogantes como ¿Quién garantiza en esta ciudad el derecho a la vida y a la salud?, ¿a quién le corresponde la responsabilidad de actuar en circunstancias como éstas?
Ha transcurrido una hora desde que solicitaron el servicio de paramédicos sin que acudan al llamado. Por presión de la gente los policías improvisan una camilla con la compuerta de una camioneta de estacas de la institución para trasladar al herido a una clínica de la ciudad. Increíblemente, el joven ha resistido sesenta minutos tirado en el piso mojado y con múltiples fracturas, esperando que el servicio de salud acuda a salvarle la vida. De repente llega una ambulancia de asistencia médica domiciliaria con el irónico lema “Siempre a tiempo”, que llega tarde como esos remedios cuando ya está a punto de matarnos más el efecto de la indiferencia que el dolor y la gravedad de las heridas.
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