Por Leonardo José Maya
Lucho el mensajero es un compositor de poco éxito pero extraordinariamente sensible. Su desgracia es que generalmente se enamora de mujeres de ambiciones mayores como le pasó con una rubia del San Joaquín, hermosa y buena pero de corazón peligrosamente inestable.
La llevaba al trabajo, la recogía en su moto y se amaban bien. Ese viernes nefasto ella no lo esperaba. Él tenía trabajo durante toda la noche pero al final se desocupó antes de lo previsto, así que se pasó por T and Crep y para sorprenderla le compró un postre de sus preferidos, a pocos metros de su casa la vio subir a un auto elegante que él nunca había visto y observó en detalle el cariñoso saludo claramente inusual.
El auto feliz se alejó veloz y el postre fue a parar al primer tanque de basura que encontró. Quedó destrozado, se sintió peor que el postre mismo. Permaneció en la estación de gasolina diagonal a la casa, tomó cervezas con cualquier acompañante ocasional y tuvo el coraje de verla regresar varias horas después. Esa noche, mientras asimilaba su desgracia, decidió borrarla de su celular -y también de su corazón – pero no fue así.
Cometió el peor error de amor. Entregarse a su recuerdo: rodó por cantinas y barrios tomando como loco, lloraba por ella, borracho se arrastraba en el piso suplicando que volviera, muchas veces soñó que sucedía y en sueños fue feliz. Cayó al abismo profundo. Era otro, no se afeitaba y andaba descuidado, gritaba su nombre, pedía que regresara pero tuvo el tacto de no llamarla.
Tres meses después comenzó a superar su exterminio cuando comprendió que las que buscan el triunfo fácil y rápido no merecen el dolor de nadie porque si bien al final siempre hay hombres mejor que uno también había mujeres mejor que ella y lo mejor que podía hacer era borrarla de su futuro –y también de su pasado- al final salió fortalecido de su tormento: se volvió más sensible y comenzó a escribir buenas canciones.
Meses después había superado su recuerdo pero de vez en cuando se le aparecía inocente y linda en sueños indecisos que confundían su corazón.
Una tarde recibió una llamada de ella diciéndole que quería verlo, él, sin ninguna prevención le dijo que estaba ocupado que pronto la llamaría. Una hora más tarde alguien tocó su puerta.
Ella sabía muy bien como doblegarlo así que esa noche se le presentó con un vestido muy elegante para la ocasión y de escote demasiado generoso en un pecho abultado. Él tuvo la resistencia para soportar esa primera arremetida descomunal, entonces ella caminó despacio y se sentó en el único sofá, cruzó las piernas de tacones altos mirando ingenua los cuadros del apartamento, en ese instante el vestido se deslizó lo justo para dejar expuesta la piel trigueña de un muslo dócil capaz de someter al más rebelde. Resistió de nuevo.
Comenzó a flaquear poco después, no tanto en el momento en que preparó dos whisky sino cuando colocó la primera balada de Francis Cabrel. Hubo tiempo para hablar mucho, ella le contó que se sentía vacía que realmente lo extrañaba, quería continuar la relación.
Él se esforzó por olvidar el pasado, se conmovió hasta las lágrimas y ansió perdonarla. Después se dieron besos desesperados y se quedaron juntos hasta la mañana siguiente.
Ella se reconoció plena y feliz, sintió que realmente lo amaba de nuevo. Él se extravió sin rumbo en su pecho pródigo sin encontrarla, incapaz de conjurar la realidad de un amor perdido.
Nadie sabe realmente qué sintió él en la alcoba aquella noche sin luna. Ella se fue exageradamente feliz con las primeras luces imaginando que lo retenía de nuevo, pero lo cierto es que él jamás pudo escribirle una canción y peor aún, nunca más volvió a soñarla. Ni contempló su regreso.