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Acuarelas de provincia: el secreto del ‘perro andón’ 

El andar de Carlos Romero era comparado con el de un perro veloz.

Un cuerpo escurrido, seco, descarnado, hacía la figura vieja de Carlos Romero, el correista con ojillos móviles de mico temeroso, en quien se apreciaba su rostro sonrosado rematado en una chivera de cabrote, cana y desnutrida de pelos. Se decía que poseía el secreto del ‘perro negro o perro andón’.

En sus correrías de mensajero ultramontado, ataba, con su oficio, las aldeas de la provincia en la década de 1930. Un sombrero alón de pajilla, un zurrón de cuero para llevar cartas, una mochila de fique teñida con añil y dividivi donde llevaba queso seco y panela, un calabacito de cintura para recoger agua de los ríos y alfaguaras del camino, y una capucha de hule para cubrirse de los noventa aguaceros del año, era todo su avío de caminante.

Se decía que sabía de atajos y senderos ocultos en las arrugas de la sierra y que recorría, devorando a pie distancias desmedidas en poquísimo tiempo, con trote largo de lebrel cuando se untaba hiel de machorrito en las coyunturas de la ingle y de las corvas. Lo cierto es que nunca se fatigaba y en tres jornadas de a pie, cubría las cincuenta lenguas castellanas que separaban el Convento de los dominicos de Valledupar con la Catedral de Santa Marta.

Tenía fama asomada por todos los parajes y aldehuelas que cubrían sus pies de caminante. Por eso cuando llegaba más allá de La Fundación, recibía el burlesco estribillo, a la vez que amistoso, de todos los amigos: “Cuando te vi llegar/ con tu gran sombrero alón/ supe que eras vallenato/ canilla de perro andón”.

Un día, en una fonda caminera de Manzanares, engullía un abundante desayuno. Coincidió allí con Casimiro Raúl Maestre, un paisano vallenato, quien jineteaba un caballo arisco y también hacía tránsito a Valledupar. Al momento de poner pie en los estribos para tomar ruta, don Casimiro le dijo: “Amigo Romero, en cuanto llegue al Valle, iré donde Estefanía, su mujer, para prevenirle que le guarde comida”. A lo que respondió el trotamundo: “No don Casimiro, seré yo quien le lleve recado a su familia”. Casada esa apuesta, Carlos Romero tomó camino por una senda distinta al camino real que llevaba a la Provincia, como solía llamarse la extensa explanada del Valle de Upar. A lo lejos, aparecía y se borraba en las torceduras y hondonadas del relieve quebrado, haciéndose un muñeco diminuto en la distancia hasta cuando se desvaneció en un codo de su travesía serrana. Con los trancos sostenidos de su corcel, cuatro días después Casimiro Maestre pasaba por la calle mayor de Valencia de Jesús, en donde supo por boca de un poblador, que el correo Carlos Romero, dos días hacía qué había pasado por allí.

Por ese enigma de correcamino, la gente suponía, en la menudencia de las habladurías que iban de oído en oído, que Carlos Romero había aprendido esa habilidad de un mohán que tenía choza en Tangakamena, entre la cellisca de un páramo, a donde subía cada cinco años a renovar el poder en sus canillas de alcaraván. 

Liberal hasta la pulpa de sus muelas, Carlos Romero causaba algún alboroto aquella mañana de 1936 en que Alfonso López Pumarejo desde el balcón de los Maestre, en la plaza del pueblo, en un discurso tenía alelada a la multitud que lo escuchaba con devoción. Unos agentes de policía quisieron callar el entusiasmo de Romero con sus vivas al Partido Liberal y al orador, a quien interrumpía, pero este, advertido de lo que ocurría, dijo a la policía que toda persona tenía el derecho de exclamar sus emociones, y pidió dejar en paz al ardoroso ciudadano.

El rojo escarlata de ese liberalismo de Romero, el correista, había nacido en él muchos años atrás. Cuando en 1904, don Nehemías Maestre, el Prefecto de la Provincia del Valle de Upar, levantó una tropa de godos para enfrentarlos a los levantiscos liberales de Ciénaga que andaban en armas contra el Gobierno, el jefe de correos de ese entonces, Mamertino Vergara, con la sospecha de que Romero, entonces correista, diera aviso de lo que en el Valle se preparaba contra los rojos del litoral cienaguero, lo había echado de ese cargo de estafeta.

No estaba lejos el jefe de correos del Valle Dupar en haber sustituido a Romero. Un día cuando la tropa azul tomaba camino hacia la Ciénaga Grande e hicieron campamento en una garganta del Alto de Las Minas, en una madrugada, el ladrido de dos perros que llevaban, dieron alerta a los centinelas. Tres de ellos se terciaron sus fusiles Grass, hasta encontrar encaramado en un tronco de curumuta, a un hombre sitiado por colmillos ansiosos. 

Se trataba de Carlos Romero. Capturado al instante, se le condujo a la tolda del prefecto Nehemías. Resultó ser uno de sus 156 ahijados que había apadrinado con agua lustral y óleos en toda su historia de mandatario civil. Al detenido se le esculcó la mochila, los dobladillos de la ropa y un zurrón de cuero que, a más de dos arepas, nada había; pero de la cinta de su sombrero de pajilla extrajeron un papel doblado, en blanco. No quiso el prisionero explicar aquello ni con la amenaza de la flagelación. El prefecto Maestre, conocedor de las mañas y artimañas de los espías, acercó el papel a la llama de una vela, y entonces apareció con el calor, una grafía escrita por un jefe liberal del Valle, dando aviso y detalle de la expedición de los godos a sus copartidarios cachiporros de Ciénaga.

Imágenes del antiguo Valledupar.

Uno de los testigos de la escena trenzó los dedos en cruz con la cara contraída de espanto cuando vio todo aquello, y con voz alterada hizo el comentario que eso era cosa de magia negra. El Prefecto entonces dio muestras de su ilustración diciendo que esa era una tinta invisible hecha con una vieja práctica llamada alquimia y ahora química, que ocurría cuando se disolvía una onza de alumbre en una totumita de alcohol.

Desde ese entonces Carlos Romero quedó condenado a la rotunda sentencia de su padrino: debía servir como espolique y peón de cabalgadura, y como tal, alguien le sumó la tarea de curar con emplastos de panela molida y permanganato de potasio las desolladuras de los lomos de las bestias de carga, cada noche, después de cumplida la travesía del día, al resplandor anémico de unos mechones de sebo.

Cuando los años mayores se aposentaron en su cuerpo, se le veía sentado en un taburete de cuero, por las tardes, en la puerta de su casa en el barrio La Guajira, con pantalones de dril blanco, camisa del mismo color y unas guaireñas de hilazas amarillas. Un día presintió que la muerte lo había sorteado. Mandó llamar a su nieto José Maria Triana, apodado ‘Chema Chicle’. Los demás nietos estaban con inquietud recelosa por esa elección del abuelo. Se creía que iba a revelarle a ‘Chema’ el sitio donde años antes había escondido unas libras esterlinas que en premio le había dado don Oscar Pupo porque en un trabajo que hacía en casa de este señor, había descubierto, en una pared, un cofre con monedas inglesas.

‘Chema’, con alborozo, entró a la alcoba donde yacía postrado su abuelo en una cama de tijera. Entonces dijo:” Abuelo, soy ‘Chema’. Me mandaste llamar. Aquí estoy para escuchar tu voluntad”. El Abuelo con voz quejumbrosa le dijo entonces: “Te he mandado a llamar ahora que la vida se me va, para enseñarte el secreto del perro andón”.

‘Chema Chicle’, perplejo y decepcionado por lo que oía, solo atinó a replicar con desaliento: “¡Ay abuelo! ya eso no tiene sentido, ahora hay buses correntones de Copetran que levantan un tierrero y se perratean al mismísimo perro andón”.

POR RODOLFO ORTEGA MONTERO/ESPECIAL PARA EL PILÓN

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