La voz subía delgada y desabrida con un dejo de tristeza en el acento del canto. Alguien mayor que yo, me dijo: “Eso es una décima”. Puse atención al mensaje de las palabras de ese bardo ambulante, también lastimero, pero llamativo en el recado que vocalizaba. Ese alguien que era Pedro, mi hermano, me abundó en la información: “Lo que ese hombre canta es un poema elegíaco llamado La Gran Miseria Humana, de un poeta de Soledad llamado Gabriel Escorcia Gravini, que murió joven, mísero y leproso”.
Quise arrimarme al declamador que, en ese instante de la primera noche, estaba de pie, en la esquina de la casa colonial de Concha Gámez, pero Pedro me atajó el intento: “Ni se te ocurra, ese es Nono la Vara”.
Descubrí con esa prohibición imperativa dos cosas: el mundo de los decimeros, esos poetas que menudean su don sin pago de quienes quieran oírlo, y a ‘Nono’, un enfermo de la mente, de esos que alteraba la coordinación de sus ideas con los cambios de luna, llamados también dementes cíclicos.
De esa noche de mayo de 1959 aquí en Valledupar quedó para siempre en mis oídos ese largo lamento necropoético que comienza: “Una noche de misterio/ estando el mundo dormido/ pasé por el cementerio/ buscando un amor perdido”.
Alto, fibroso, de espalda ancha y nudosa como el tronco de un algarrobillo era el tal hombre, por alias ‘Nono la Vara’ y por nombre propio Víctor Antonio Jiménez Ochoa, de vieja vena y cuna vallenata, que luchaba su vida encalleciendo sus manos de machetero y con un hacha al hombro para descuajar montañas. Con la ingenuidad de mi edad se me ocurría imaginarlo como un vikingo de las leyendas norses, solo que no tenía ojos de iris azul ni melenas amarillas, sino de tez morena y cabello de pelambre apretada que denunciaba su cercano ancestro africano, disimulado bajo un sombrero a imitación de un Stetson, y por el corte repicado, casi al ras, de un peluquero.
SU ATUENDO
En sus etapas de locura lo cubría un mismo atuendo: un saco gris de vestido entero con una cayena roja en el ojal y una corbata de cualquier color mal anudada. Ese era el síntoma visible de su pronta crisis. Entonces la gente lo preveía diciendo que “ya Nono andaba con el ojo vidrioso”.
El temor era de todos porque en sus episodios de insania se transformaba en un hombre colérico que paseaba las calles con un machete al cinto. Sólo Mingo Benjumea Betín, también de textura musculosa y de ánimo templado, se atrevía a enfrentarlo para meterle sus pies en un cepo de varas gruesas de yaya. Entonces se le oía cantar versos salidos de su imaginación torcida: “Vuerve Nono a la vara, viva la puta e´ tu mama”, que era uno de sus estribillos.
Ha sido difícil recordar los versos de ‘Nono’ en su condición de orate. Sólo se recuerdan retazos de los mismos. Sin embargo, se sabe que, en una ocasión, cuando lo ataban en el cepo de las varas en casa de su padre ‘Catoba’ (Cristóbal) Jiménez, se presentó en ayuda el señor Alejandro Rodríguez, quien de particular tenía un rostro rubescente o asalmonado como el de un insolado, lo que relacionó ‘Nono’ con la cresta rojiza del pájaro que picotea madera en las montañas y la profesión de ebanista que ejercía esa persona que llegaba para colaborar en su atadura. Entonces entonó su repentino verso: “Nono no quiere la vara/ y a ella lo tienen amarrao/ con la ayuda de Alejandro Rodríguez/ carpintero de copete colorao”.
SUS OCURRENCIAS
El galeno Hugo Carrillo Urrutia disfrutaba las ocurrencias de ‘Nono’ cuando recobraba el uso de su razonamiento cabal. En las reuniones donde estaba, llegaba ‘Nono’ sabido de su buen recibimiento. Entonces pedía la gracia de un trago, lo que le negaban los concurrentes por el efecto en su salud mental. Cambiaba ‘Nono’ entonces su petición por una “Korcana” (gaseosa Kol – Cana) en lo que se le complacía. Cuando terminaba de consumirla, recitaba: “Allá en er fondo der mar/ suspiraba una ballena/ y en er suspiro decía/ cuando se seca se llena”. Al terminar esa botella, pedía otra más: “Dotor, vuerve y suspira la ballena”.
Pero un día la reflexión del médico lo situó en la verdadera dimensión del peligro que corría por sus generosas atenciones a ‘Nono’. Ocurrió en una ocasión en que el pueblo amaneció con un arropijo de neblina. En casa de Armando Uhia se encontraron varios amigos de la época. Armando para incitar a una bebeta, exclamó: ¡Este día amaneció coquetón! “Picado por el mismo deseo, Cicerón Maestre, presente allí, invitó a Los Planos, su finca cercana en la serranía de Azúcar Buena. Todos se apretujaron en un campero y tomaron el rumbo del fundo. Allí se ordenó el sacrificio de gallinas para el consabido guiso.
EN OCASIONES GENERABA TEMOR
El médico Carrillo no le quitaba el ojo a ‘Nono’ a quien encontraron en el predio en su faena de machetero, y según información de uno de allí, tenía más de dos horas de estar en cuclillas amolando una rula sobre una piedra de arenisca. El galeno Hugo, con su ojo de facultativo, vio la pupila extraviada de ‘Nono’ cuando lo saludó; de allí su resquemor consiente con la situación. Todos oyeron cuando ‘Nono’ con su dedo índice verificaba el filo del machete, seguido de una frase monologada: “¡Ajo mama, tai buena pa´volá un pescuezo!”
Una corriente fría subió por las vértebras de los presentes. Todos de inmediato se apretujaron en el campero y regresaron a la casa de Uhia con las gallinas muertas y amoratadas, porque después de torcerles el cuello no tuvieron tiempo de desangrarlas por la prisa del retorno.
Alguno comentaba que ‘Nono’, sorprendido por el súbito regreso de ellos, al momento en que encendían el motor del vehículo, lo oyó decir: “Esta gente der Valle parece loca. No calentaron asiento y ya se ajilan”.
‘Nono’ era decimero, como dijimos. Era uno de esos bardos erráticos que dejaban oír sus estrofas de diez versos rimados calle a calle en la brisa friolera de las madrugadas, con pasos vacilantes en el tránsito hacia sus casas después de una noche de ron blanco de alquitara y otras bebidas de poco precio.
Ellos, en las velaciones de santos tenían público para exhibir su talento silvestre como rapsodas de calle. Para aquellos tiempos, con el fervor humilde de la gente menuda, en algunas casas se tendía una sábana blanca en una pared de la sala presidida por una imagen de yeso o un cuadro con la figura de un canonizado milagrero, iluminado por las luces de un ciento de velas bordeadas por materas con begonias, margaritas, pompadures y pinos de pote. La gente afluía a estas celebraciones donde asistían Maconcha (Manuel Córdoba Zúñiga) y Oscar Zuleta, un peluquero de servicio ambulante, para cantar el Salve Regina y unas oraciones cortas y fervorosas recitadas en latín, llamadas jaculatorias. Después de ellos, los poetas de barriada cantaban sus décimas ante la imagen venerada. Cuando tal ocurría, se decía que era de “canto divino”. Más si lo hacían para solaz de los meros acompañantes en el patio, se decía que era de “canto humano”.
LOS DECIMEROS DE LA ÉPOCA
En la década de los años treinta del siglo pasado, era de fama grande Chu Espejero, apodado El Turpial por esas inspiraciones súbitas y bien logradas. Después cantaron décimas Trinidad Mendoza, Guillermo Rodríguez, Chilo Guerra y Víctor Antonio Jiménez conocido como ‘Nono la Vara’.
Algunas veces, cuando coincidía con sus claros de lucidez, era el decimero en la velación del Santísimo Sacramento en las fiestas de Corpus Christi celebrada donde Juana González, entre la danza cascabelera de los diablos promeseros, y el reparto de dulces de filo, de leche y de papaya llamados cabellitos de ángel. También fue decimero, una que otra vez, en la velación de San Martin de Loba, en casa de Masa González, quien daba a los asistentes medallitas de aluminio y escapularios de cordón bendecidos por el padre fray Vicente de Valencia. En alguna ocasión entonó sus décimas en casa de Martina Camarillo para la velación de San Pedro y San Pablo; allí servían chicha de maíz con esencia de rosas, hojaldres y panochas tostadas en un horno de morro.
SENTIDA DESPEDIDA A UN COLEGA
Por años, recordaba la gente, el momento que “arrugó el alma de todos” cuando ‘Nono’ improvisó dos décimas ante el ataúd de Chu Triana, un decimero, en el instante en que lo introducían a la bóveda del Cementerio Central.
Una noche de aquellos tiempos, ‘Nono’ venía en una hora vespertina con la imaginación desorbitada en su locura recurrente, por la carrera quinta donde residía mi familia en una casa española que estaba situada en línea diagonal a lo que hoy es el Hotel Eupari. Como, la puerta estaba franca, entró armado con su machete. Mi mamá con la voz impactada de temor, pues mi papá estaba ausente, le exigía que saliera de allí, pero ‘Nono’ pedía la entrega de tal casa, porque según decía, era su dueño. Algunos vecinos se percataron y llegaron en auxilio de la situación y con palabras persuasivas lograron que saliera. Entonces, ya en la calle, desnudó su machete e hizo un rastrillado con las piedras, sacando chispas y haciendo un horroroso ruido cuando se alejaba, y causando repele en la piel de quienes presenciaban la escena.
MÁS ANÉCDOTAS
En el anecdotario que quedó de este personaje, se cuenta que en una de esas perturbaciones llegó a casa de doña Leticia Castro en el momento en que estaba el desayuno servido. ‘Nono’ entró, saludó y viendo los alimentos expuestos, se dijo: “Víctor Antonio, queréi una arepa?”, y tomándola se la comió allí mismo. Después volvió a preguntarse: ¿Víctor Antonio, queréi otra?” y por segunda vez hizo lo mismo.
Después vio sobre un armario unas monedas de centavos, y negando con su cabeza su propio deseo de empuñarlas, comentó: “No Víctor Antonio, dejalas quietas. Los Castros no son tacaños con arepa, pero son muy perecíos con plata”. Luego añadió: “A estas arepas le negaron er queso”.
Después ante la sonrisa prudente de doña Leticia que nada decía, añadió en voz baja como dando un consejo: “Comía y economía, nunca han sido hermanas, doña Leti”
SU FINAL
Con ochenta años a cuestas, ‘Nono la Vara’, para vender, sudaba el dorso con el corte de paja en algún potrero ajeno, sin que nadie se lo prohibiera. Un día salió para ese oficio y no regresó. La gente del barrio Cañaguate, solidaria siempre, salió al día siguiente en su busca. Lo encontraron muerto en unos potreros lejanos por las barrancas del rio. Se dijo que lo había sorprendido un infarto. El entierro fue con una multitud que a las cuatro de la tarde siguió detrás del ataúd relucido con betún y aguarrás, hacia la postrera morada de este pintoresco poeta de nuestras calles de ayer.
POR RODOLFO ORTEGA MONTERO/ESPECIAL PARA EL PILÓN