Por Marlon Javier Domínguez
Dos veces al día pueden los papás visitar a sus pequeños recién nacidos que, por circunstancias varias, se encuentran en cuidados intensivos.
El cuadro no puede ser más tierno: sobre las particulares cunas de cristal se inclinan papá y mamá, siempre con lágrimas en los ojos, para contemplar en total estado de indefensión a su milagro viviente; dolor, impotencia, angustia, deseos infinitos de padecer personalmente cualquier cosa con tal de que el hijo recupere la salud, se mezclan con la alegría de observar, aunque sea por breve tiempo, esos pequeños ojos que miran sin ver y tocar la sonrosada piel del ser que ha salido de las entrañas y a quien se ama más que la vida misma. Ternura, dolor, drama y esperanza se respiran en aquella habitación. Papá y mamá en todas las cunas, menos en una.
En una esquina, una mujer robusta pero con el corazón resquebrajado, está siempre sola; huéspedes de sus ojos son las gruesas lágrimas que caen hasta el piso. Su niño lleva ocho días en aquél sitio, el mismo tiempo que llevan las enfermeras preguntándole “cuándo vendrá el papá de la creatura” y ella respondiendo que “después, porque está ocupado”. Cada respuesta arranca de su pecho ondas de angustia que pueden percibirse a distancia. Su esposo nunca vendrá, porque no lo tiene.
Luego de haberla convencido de su amor, sabiendo que se encontraba en cinta, la abandonó a su suerte y cobró hacia ella una diabólica aversión. Sí, diabólico, es así como debe definirse el sentimiento de quien rechaza tan vilmente a un hijo.
Sola estuvo durante el embarazo, sola en el parto, sola ahora con su pequeño. El pediatra le informa que su hijo está sano y que puede llevarlo a casa; es preciso, sin embargo, cancelar antes el copago por los servicios prestados; ella aprieta la factura en su puño y le susurra entre sollozos: “ya nos vamos, bebé”, y sale de aquel cuarto a llorar sin importarle que la observen.
El valor a cancelar es tan alto que no sabe qué hacer. Se encuentra en tierra extraña, tiene los bolsillos vacíos y un hijo sano que no puede llevar a casa por no tener con qué cancelar una cuenta. A ello se añade la actitud también diabólica e inhumana de algunos funcionarios de la institución, que le advierten que, a partir del día siguiente, la cuenta se le incrementará el doble porque comenzarán a cobrarle como particular.
¿Qué hacer? El dolor opaca su razón lo mismo que las lágrimas le impiden ver con claridad. Reviso mi billetera y también está vacía, lloro con ella mientras le susurro que Dios no la va a abandonar.
Es difícil creerlo en circunstancias como ésta, pero estoy convencido de que Dios le va a proveer. La fe, sin embargo, no excluye la angustia ni el dolor. Paso la noche orando por ella y esperando con todas las fuerzas de mi corazón que hoy, al volver a la clínica, ya no la encuentre.