Por. Marlon Javier Domínguez
Difícilmente encontraremos en la Sagrada Escritura un texto tan claro y, a la vez, con tan variadas interpretaciones. Jesús ha dado a sus discípulos el poder de expulsar espíritus inmundos, de sanar enfermedades, de consolar a través de sus palabras, y también de perdonar pecados.
No hay lugar a dudas: el Señor quiere que aquellos rudos hombres que ha llamado se conviertan en mediación de la gracia, para manifestar que “ha escogido del mundo lo que no es, lo que no cuenta”, instrumentos insuficientes con los que trabaja de manera incansable para lograr la salvación de la humanidad.
Los apóstoles recibieron la autoridad de atar y desatar, de administrar el perdón de un Dios que escapa no sólo a nuestra comprensión, sino también a cualquiera de nuestras experiencias. A lo largo de los siglos, sin embargo, la crítica más frecuente es aquella que esgrime como argumento para no aceptar el sacramento de la confesión la condición pecadora del confesor: “No me confesaré con un hombre tanto o más pecador que yo”, hemos escuchado decir. Esto equivaldría a afirmar algo así como: “no aceptaré el diagnóstico del médico, ni su medicina, porque también él se enferma y muere…”
En estos días, propuse a un grupo de niños que se preparan para su primera confesión el siguiente paralelo: el sacerdote es un hombre, de carne y hueso como cualquier mortal, comete errores y también necesita arrepentirse y pedir perdón por sus equivocaciones, pero de la misma manera que las muchas piedras en el cauce de un río no impiden que el agua realice su recorrido desde su nacimiento hasta su desembocadura, así tampoco ningún pecado (grande o pequeño) en la vida del sacerdote impide que la gracia de Dios se derrame sobre cada uno de quienes nos acercamos a recibir los Sacramentos. El ministro es instrumento de Dios, canal de los dones del Creador. Además, el hecho de que sea tanto o más débil que nosotros le lleva a entendernos y a comprender nuestras acciones, puesto que se encuentra envuelto en nuestra misma debilidad.
Hoy, cincuenta días, después de la Resurrección, Jesús sopló el Espíritu Santo sobre sus apóstoles y los convirtió en valientes testigos del amor. Quienes antes estaban sumidos en la oscuridad de sus miedos, pudieron salir a anunciar valientemente que todos los miedos han sido vencidos en la cruz; quienes antes se sentían aplastados por el peso de sus propios pecados reciben no sólo el perdón de sus faltas, sino también la autoridad para repetir una y otra vez, con la misma eficacia, la frase del Maestro: “yo tampoco te condeno, vete en paz”. Para los cristianos católicos el sacramento de la penitencia no es una mera catarsis psicológica (aunque también lo sea), sino sobre todo el momento en el que Jesús mismo, en la persona del sacerdote, nos absuelve de la culpa y nos prodiga su amor. ¿Cómo puede ser esto posible? “Nada hay imposible para Dios”.