En sus horas de ocio, Euclides Blanco, comisario de Policía, acomodaba una mecedora bajo la ramazón de un trupillo. Un tabaco anillado oprimía su boca, y mientras le venía un entresueño nebuloso y el cabeceo de un mal descanso, repetía para sí: ¡Potrerillo es el ombligo del progreso!
Su justicia era sencilla y patriarcal. Sus casos los resolvía sin apego total a las letras de la ley, poniendo ideas propias que aconsejaba el equilibrio en cada ocasión. Esa mañana, unos quejosos le dieron aviso de un hedor de albañal y de unos torbellinos de moscas que venían de todo confín para hacer una alfombra negra en las paredes de la casa de Benito Imbrech, el dueño de las tierras y de todas las vacas hasta el pegue con el río Cesar. Todo fue porque don Benito había leído una revista en la Navaja de Dalila, una de las peluquerías de Potrerillo, que algo decía de la caseína de la leche y, él, en la creencia que era igual a la caseína de las pinturas de brocha gorda, mandó pasar un hisopo de maguey ensopado con suero espeso de sus empletas de queso, hasta cuando sus paredes quedaron reblanqueadas como lana de borrego recental, pero dos dias después vino la pestilencia y el diluvio de las moscas que le encapotaron la casa.
Diligente y mandón, el comisario Euclides estaba atento al lavado de los muros con agua de jabón potásico y una aspersión de DDT con un cilindro de espalda. Allí se plantó hasta cuando “Camay”, un boyacense que había llegado al pueblo vendiendo cremas, “güelentinas de espliego” y jabones de fragancia, se quitó el casco de corcho y yeso, la careta metálica y fregó el vidrio de las antiparras con una bayeta roja. Entonces fue cuando le entregó los dos pesos de la multa que había pagado don Benito, el alquimista del desastre.
Después lo vio tomar camino al Bar Terminal, donde las cervezas Nevada tenían un descuento que asumía La Troco (Tropical Oil Company) compañía petrolera donde Camay laboraba en la Oficina de Sanidad como bombeador de pesticidas.
Engreído como un pisco vivía el Comisario con el adelanto de Potrerillo, que ya hacía tránsito de aldea humillada de calor y vientos polvorientos a pueblo de empuje. Sí. Eso se le debía a la Troco que había llegado con sus tuberías de hierro, sus máquinas de estrépito que barrenaban la tierra, y de ese rebaño de obreros vestidos de overol que ansiosos todo lo compraban con billetes azulosos de a peso.
Euclides Blanco, el Comisario, con tres tragos de Ron Padilla en la cabeza, recitaba el inventario de Potrerillo: “Cuatro bares con billar, traganíqueles y meretrices; un hotel y dos hospedajes; tres barberías; dos refresquerías donde servían helados de cono, danesas y jugos de batidora; ventorrillos atoldados; fritangas, fondas; un garito de naipes, ruleta y cucuravaca y un pelotón de vendedores de calle, entre ellos los turcos que voceaban la venta a plazos de las yardas de lino, dril y popelina.
Todo había sido un remanso de tranquilidad allí. Él como Comisario con su mera presencia imponía la ley. Después llegó el cabo Román con dos guardias más en el auge de Potrerillo. En una requisa de calle, uno de ellos dio una golpiza de bolillo a un parroquiano. Gritos de motín se levantaron de una montonera frente al cuartel de los agentes. Una tirotera al aire de los máuseres contuvo a la indecisa turba de asaltantes. Los gendarmes pusieron tierra en medio y a pie se hundieron buscando refugio en las soledades de las sabanas de La Aurora. Entonces la Compañía suplió con guachimanes que rondaban Potrerillo, hasta cuando llegó mí sargento Merchán Rolón Nepomuceno con un piquete de chulavitas para cortar los hechos de sangre, que ya eran muchos, entre ellos las 18 puñaladas que mataron a Maria Victoria, apodada la Gitana, una dama de la noche de 18 abriles que tenía alcoba en una de esas “casas de amor”.
El hecho grande de la historia de Potrerillo, ocurrió el 6 de mayo, domingo de 1945. La estridencia de los picot quedó ahogada por el ronrroneo de una aeronave liviana que rasó los techos de zinc y palma sobre la hilera de casas de madera del pueblo. Era un Junker alemán con los emblemas borrados, en busca de la pista donde de vez en cuando descendían los aviones de carga que fletaba la Compañía. Una semana atrás había terminado la guerra en Europa. Del Junker descendió el piloto vestido con un mono gris. No reveló el sitio de su partida ni la ruta de su destino, y con las manos llenas de billetes verdes, en un idioma metálico suplicaba la compra de combustible. Braulio, el que hacía de rondín de la pista y del hangar, fijó los ojos de sus binóculos de vigilante en la carlinga de la nave. Vio la cabeza de un hombre con peinado ladeado y un trocito cuadrado de bigote bajo las narinas, así como a una dama con gafas de sol.
Aureliano Correa, el telegrafista de El Paso del Adelantado, estaba ese domingo ante una mesa de taberna en Potrerillo, donde cortejaba a una “mujer de vida alegre”, a quien después le puso barriga de gestación. Dijo, cuando el rumor de la pista la llegó al oído, que esos dos eran Adolfo Hitler y Eva Braun que estaban buscando refugio en algún lugar del mundo.
El comentario tuvo aliento hasta donde las palabras pudieron llegar. La gente se volcó a la pista deseosa de ver al Führer alemán, pero apenas alcanzaron a divisar al Junker que ya carreteaba la pista con la brújula rumbo al sur.
Una mañana de sábado, un altoparlante dijo que esa tarde habría acordeones en la enrramada del Anaurio Ospino. Con regaderas de latón humedecieron el suelo. Las banquetas y mesas las colocaron en fila. Unas arcas de tablas estaban repujadas de kolas y cervezas enfriadas con bloques de hielo picado entre aserrín y cascarillas de arroz. Dos armarios a la vista exhibían licores nacionales y de otras partes, así como unas bombonas de aguardiente de alquitara y unas damajuanas con rones ambarinos. La bocina de un picot ponía barullo festivo con porros sabaneros, las rumbas de Cuba, los tangos argentinos, los merengues antillanos, los boleros de los Panchos, las guitarras de Fontanilla y de Bovea, y uno que otro acordeón provinciano, de los pocos que apenas se oían en acetato.
Ahí estaba el “Cacha Antelíz”, mecánico de planta diésel, nacido en Gramalote según el carnet de la Troco, volatinero de otros tiempos en un circo de aldea que regaló sus mascotas domadas y deshizo carpas por quiebra en los marjales de Pijiño. Desde temprano bebía de una botella de Centenario, callado, pensativo, y sobre su frente un caído mechón de pelo terco.
Se decía que harían presencia los acordeoneros Luis Felipe, Nafer y Alejo, “los tres Duranes”, así como Cesar Serna y Samuelito Martínez. El primero en llegar fue este último. Alto, membrudo, de piel bruna atezada, se la vio airoso y fullero. Cuando apareció en el portón de la enrramada, Daniel Ruiz, el lotero y vendedor de rifas, dijo con voz subida de emoción: ¡Llegó el que no masca!. Otro gritó un viva al “Turpial de la Loma”.
Lo acompañaría en la caja su padre Pedro Nolasco Martínez, ya cargado de vejez, famoso de antes porque el día de San Marcos, patrono de El Paso, cada año, después de la procesión, en la explanada de la plaza se batía a nudillo limpio con Lapáz Ospino, entre los gritos de los dos bandos que le apostaban al resultado, hasta cuando uno de ellos, exhausto, ensangrentado y la cara reventada, se derrumbaba en el suelo.
Samuelito, después de repartir abrazos y sonrisas, calzó en sus hombros la correa de su acordeón para el toque. En ese instante se le vino el Cacha con una puñaleta que ocultaba en su camisa. Hubo gritos y chillidos de alarma. El agredido le hacía tapes al ataque con el cuerpo de su acordeón, la que fue rota en el fuelle con los tajos del puñal. Fallido el asesinato, el agresor se fugó de la enrramada sin el acoso de nadie. Hubo mucha consternación con comentarios a voces. Se suspendió la presentación de acordeones y el público, con el ánimo subido, se esfumó poco a poco por las calles del lugar.
Las conjeturas decían que todo había sido por una “damisela del barrio” amante de Antelíz, a quien Samuelito dio un dije de oro con engastes de rubíes, encargado a un alhajero de Mompós. Otros decían que fue por una apuesta impagada de barajas, y otros más por un disgusto en una calza de gallos de pelea. Tiempo después Martin Peinado y Eduardo Ochoa, cazadores con perros de montear y escopetas de balín, dijeron haber visto el sombrero de Antelíz hecho añicos por los colmillos de un animal grande en la manigua de la Ciénaga Mata e´ Palma, donde el fugitivo tenía asilo en una choza, lo que supone su fin engullido a tarascazos por el caimán de dos cabezas que existía desde siempre, según los lugareños, entre esa jungla apretada y rebosada de aguas muertas.
Samuelito juró no volver a Potrerillo. Entonces le puso nota de pentagrama a su recelo con una de las canciones más famosas en el cancionero vallenato:
“Quien te puso Potrerillo, Potrerillo/ no te supo poné nombre, poné nombre/ porque yo te hubiera puesto es El Peligro/ donde peligran la vida de los hombres!”
¡Me estremezco y me da frio cuando recuerdo/ que trataron de pasarme el corazón/ los puñales lo tiraron a mi pecho/ pero solo hicieron blanco en mi acordeón”.
“Como dice Samuelito, aquí onde estoy/ esté bien o esté mal estoy contento/ a Potrerillo es que he dicho que no voy/ ni aunque ofrezcan de pagarme dos mil pesos”
Años después, la Troco se fue de Potrerillo. La gente qué allí había llegado, como el remolino de moscas sobre la casa de Benito Imbrech, levantaron alas hacia otros nortes. Los soplos de polvo azotaron otra vez las calles vacías, y bajo los techos de zinc vestidos de almagre por la herrumbre de los años viejos, quedó el pasado, casi en leyenda, de una racha de bonanza loca que se deshizo en la nada de ese ayer.
Solo quedó el estribillo de una canción con la partitura de un resentimiento: “A Potrerillo yo no vuelvo más/ porque me matan de una puñalá/ a Potrerillo no voy amarrao/ porque ese pueblo está condenao”.
Por: Rodolfo Ortega Montero.