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A Pablo Arias Molina

Por Jose Gregorio Guerrero

Tres días antes de morir entré a la sala de cuidados intensivos donde se encontraba conectado a un sin número de aparatos que seguramente eran los que lo tenían con vida. En el recinto se encontraba una enfermera escuálida que me miró sobre el marco de sus anteojos y entendió que lo que debía hablar con Pablo, era de carácter privado; entonces decidió dejarme a mis anchas.

Le hablé al oído mientras el cuerpo se encontraba dormido bajo un sueño profundo. Le hablé de una mujer, de su primer amor, a la que nunca conocí, pero la que vivía en mi imaginación tenía que ser ella, Idalides, la madre de sus dos hijos; de “La Bella” y su arroz de lisa con arepa de queso, de la época en la que trabajó en Acuadelma, empresa que le dio su primera bicicleta Phillips.

Le recordé de aquella mañana en que me llevó a conocer al hombre más inteligente del mundo llamado López Michelsen hijo; y que en el recorrido antes de llegar a la plaza no quiso regalarme algodones de colores ni crispeta de sabores, bolones de tamarindo, ni quiso comprarme pollitos teñidos de colores, porque el último que quedaba era de color azul, a lo que me dijo de una forma enérgica: “ese pollo tiene que ser conservador”.

Cuando me separé de su oído para tomar aire, vi un par de lágrimas rodar por sus mejillas, por sus mejillas rosadas, como un par de tangelos mondados; las mías no se hicieron esperar, también lloré y me volví a inclinar, ya no para recordarle, porque en el fondo ya sabía que me estaba escuchando, sino para pedirle que no se fuera a morir. Entonces le dije que el partido liberal se encontraba diezmado y que no se fuera a marchar dejándolo así.

Sentí que le cambió el semblante, entonces frunció el ceño, pero para descontrariarlo, seguí mejor llevándolo a ese mundo pasado que él me había enseñado a vivir; le hablé entonces de los amores invisibles, con las hembras del Chimborazo, de la mujer que le robó el corazón un día que fue a suspenderle el servicio de agua, y de las clientas exigentes que tenía el almacén Xioma, y que éste tenía que lidiar.

Observé que su semblante y sus músculos faciales se destemplaron, entonces le seguí recordando las historias incontables, pero también le formulaba preguntas para que no se sintiera inútil en la conversa, preguntas como por ejemplo: el qué pensaba de la viudez eterna de “Chemita Nuñez”, de los amores de “Beto Reales” con una bruja que volaba de noche, de los gatos de “Yuyo Monsalvo” y sus exigencias de gente, y del gobierno enfermizo de Belisario Betancourt.

A los tres días falleció. Recibí la llamada en la sala de espera de un aeropuerto, y allí lloré. No pude acompañarlo a su última morada, pero me consolé porque estaba seguro que él seguiría viviendo en mi corazón y en mis recuerdos. El año pasado le pregunté a un coterráneo suyo, Patillalero también el nombre de su padre y no supo. Estoy armando la vida de este hombre, porque para mí fue uno de los personajes más grandes en mi vida. Aún te recuerdo Pablo.

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